Y otra con violín. Recuerdo con claridad esta frase. Me la decía mi guía espiritual durante aquella fase de mi vida en la cual compartía con otras personas iguales a mí, y que éramos y somos —desde la perspectiva de la fe— hermanos.
¡Y es que es así! He realizado varios ejercicios mentales intentando encontrar algún escenario donde la frase “se caiga”. No tuve éxito. De hecho, hace varios días acompañé a un reconocido abogado a una reunión en aras de cristalizar un proyecto de rentabilidad social. Entre otras cosas, él dijo: “(…) casualmente antes de esta reunión impartí clases (en cierta universidad), y yo les decía a mis estudiantes: ustedes tienen la oportunidad que otras personas no tienen, ya que hay quienes hoy carecen de recursos económicos, muy probablemente desde mucho antes que nacieran. Esa situación todos nos condolemos, pero nadie podrá comprenderla más que quienes la han vivido”.
En buen romance: es muy frecuente que en nuestro círculo laboral (si tenemos la dicha casi divina de contar con un empleo, dado nuestros deprimentes tiempos, donde pareciera ser que corresponde más a las simpatías o referencias que a las habilidades y capacidades), social o del vecindario, cuando vemos sectores de nuestra realidad donde hay hermanas y hermanos caídos en desgracia, desplazados, excluidos, ignorados, invisivilizados, sumergidos en la pobreza, una cosa es pensar y hasta aseverar "qué pena por ellas y ellos, es comprensible dada la explosión demográfica y la escasez de recursos —principalmente estatales—”; pero esa comprensión pasa a ser muy superficial, ya que generalmente quienes se refieren de esa manera a nuestras hermanas y hermanos más necesitadas y necesitados no han atravesado en su hogar carencias como las que ellos (me incluyo) hemos vivido. En suma: una cosa es con guitarra (decirlo, y supuestamente desde la sensibilidad) y otra es con violín (haberlo experimentado, con lo cual hay una auténtica empatía y desde la voluntad se despierta la intensión de hacer “lo imposible (lo posible ya está hecho) para contribuir, en la medida de la generosidad y las posibilidades, a que quien hoy “la está pasando mal” pueda tener “aliento y respiro”.
Escuchaba a mi señora madre que manifestaba, al escuchar un space en Twitter donde el tema tratado era sobre la delincuencia: “lo que nadie dice es que hay que poner un freno a la maternidad gratuita. Esto no terminará hasta cuando se frene la irresponsabilidad de quienes, desde la necesidad traen niñas y niños a sufrir”. En ese momento pensé en que mi madre tiene toda la razón. Es posible que no escuchemos tal pretensión a nuestra clase política (o política de clases, ya me dirán ustedes) dado que para ellos implica “los votitos”. No obstante, y como el que más en materia de derechos y garantías: la libertad y las restricciones armonizan la convivencia social y civilizan al entorno, lo otro es libertinaje. En ese orden de ideas, me apego a la postura de que quien hoy posea los recursos básicamente económicos, bueno, procree “sin licencia”, pero quien no los posea, es el arbitro estatal quien no debe perpetrar conductas de luz verde para la traída negligente de bebes al mundo, donde, mayormente, las y los progenitores trasladan el cuidado y la alimentación de sus creaturas a todos nosotros, indirectamente: niñas y niños en las calles, en vez de estar jugando y siendo bien cuidados, y, con el tiempo, y como ya la historia nos ha dejado evidenciado: al verse frente a la necesidad (como lo dijo hace meses una alta funcionaria pública que “saca pecho” con su título de abogada): no queda otra que robar.
Cierro tan solo estas líneas insistiendo en que la pandemia de la COVID-19 poco o nada nos ha ayudado a ser más empáticos, más identificados con nuestros iguales, los humanos… más humanos. Vemos de todo: personas con dinero, sean funcionarios públicos o privados, que ante la “tocada de puertas” de quienes hoy “buscan algo de apoyo”, se tornan sordos. Lo más triste es que invisivilizan a quienes son iguales a ellos, pero se afanan por dejar muy en claro que no son iguales a ellos, volviendo al dinero un factor diferenciador, y hasta adjetivizador, volviendo a quienes hemos cometido “el pecado” de no contar con recursos financieros por alguna circunstancia que sabrá Dios por qué la estamos experimentando, a ser vistos, por ellos, como si fuésemos animales. El consuelo viene desde lo divino. Siempre lo he dicho: partiendo de este mundo, allá donde el buen Dios nos pida comparecer, no habrán ni apellidos, ni padrinazgos, ni “palancas”, ni patrimonios… solo seremos nosotros y lo que hayamos hecho por las y los que nos buscaron y a quienes ni siquiera pudimos decir: ¡Naranjas!