A escasos días de las elecciones, se infiere con bastante claridad el resultado que enterraría la opción neoliberal. Si la tendencia que vaticina el triunfo de Lenín Moreno se confirma el domingo, significaría que buena parte de los votantes que estuvieron con diversos candidatos en la primera vuelta terminaron escogiendo la opción verde, por razones que quizás parezcan poco ideológicas, pero que en el fondo demuestran que la mayoría quiere que se mantenga un modelo en el cual el Estado garantice y efectivice los derechos sociales.
Más allá de los resultados electorales, es innegable que esta campaña ha marcado un antes y un después, con respecto a los estilos que se perfilaron desde el retorno a la democracia, en 1979. Aquellos procesos electorales estaban caracterizados por la retórica de los candidatos, cuya centralidad discursiva giraba en torno al pueblo, la patria y el desarrollo; después, bajo el alero de la Revolución Ciudadana, la idea fuerza fue salir de la pobreza. Aunque desde la segunda mitad del siglo XX, la televisión convirtió a la imagen en un elemento que pretendía sustituir la realidad, las grandes concentraciones de masas en lugares públicos constituían el ritual más importante, e incluso marcaban la medición de fuerzas. Eran tiempos de caravanas y de jingles, puesto que la música construía la identidad del partido político y cumplía la función de articular el mensaje a la emoción rítmica y el color de la organización política. Aún se recuerda la última arenga sonora: “Ya tenemos Presidente, tenemos a Rafael”.
En contracara, la campaña que hemos vivido en 2017 ha sido atípica, diríase que bastante opaca en su forma, y ha roto la tradición de las fogosas arengas y el predominio de la tarima. Nada de centrales bulliciosas, ni parlantes ni megáfonos, lo cual podría ser indicador de algo más profundo. Es obvio que la diferencia está en el predominio de las redes sociales y el hecho de que los mensajes políticos llegaron por medio de estos conectores, directamente a los individuos y al espacio privado. Si esto es así, se revela que la ‘masa’ necesita cada vez menos encontrarse en lugares públicos para fines políticos, porque la interacción ahora es virtual, está en las redes. En este esquema, la televisión y los periódicos cumplieron el papel de cernir los mensajes y contenidos más burdos, pero evidentemente jugaron un papel político a favor de una u otra tendencia.
En esta campaña desaparecieron del léxico las palabras patria y revolución. El banquero Lasso construyó su discurso sobre la idea del ‘cambio’ y el millón de empleos. En tanto que Lenín Moreno apeló a nombres poéticos -Misión Ternura-, para poner sobre el tapete uno de los mayores problemas sociales, la desnutrición infantil, revelando lo que será un eje principal de su gobierno. También comunicó la visión de una economía basada en emprendedores medianos, para articular el trabajo con la circulación monetaria y, por lo tanto, la redistribución de la riqueza. En términos de estrategia, se produjo un viraje sustancial en esta segunda vuelta: la campaña de Lasso, que parecía mejor articulada al principio, se desmoronó, cuando se agotó su discurso sobre la corrupción y se convirtió en su propio escarnio, una vez develadas sus prácticas oscuras, por medio de las cuales llegó a acumular una fortuna al parecer ilegítima.
De confirmarse el triunfo de la izquierda, lo sui géneris de la campaña estribaría en que, a pesar de toda la potencia de las redes sociales, la gente habría sido capaz de discernir entre dos proyectos políticos, lo que demostraría que se ha formado una conciencia social sobre los derechos. Si la opción neoliberal es derrotada, el pueblo ecuatoriano habría dado una gran lección al mundo, acerca de su capacidad de entender que una democracia se traduce tanto en libertades, como en oportunidades de vida digna. (O)