El ambiente era de micrófonos y tragos largos. Alberto Cortez -aquel del abuelo de Galicia, del perro vagabundo, del adiós de los amigos- era asediado por los periodistas. A un lado, un hombre de barba y gafas enormes permanecía aparte. Me acerqué y tímidamente le dije a bocajarro: Facundo, me agradan las musicalizaciones que has hecho de Whitman. ¿Vos has leído a Walt Whitman? me dijo incrédulo. Entonces, como una ráfaga, recité la traducción de Borges, quien agradecía a Francisco Alexander, pero lo acusaba de “excesos de literalidad”.
“Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas / y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo… / y que una vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas”. El hombre se sorprendió. ¿Qué vas a hacer mañana? Nada, alcancé a balbucear. Entonces, vení a tomar un whisky conmigo.
Al otro día, acudí al hotel y nos sentamos en el bar. Facundo Cabral, al tercer trago, inició una larga recitación de Hojas de hierba, del viejo Whitman: “Yo me celebro y me canto y todo lo que es mío también es tuyo / porque no hay un átomo en la tierra que no me pertenezca”. Yo, alentado por los escoceses y el hielo, le conté de mi abuelo Juan José, un sacamuelas de inicios del XX quien, cuando no tenía clientes, se transformaba en adivino.
Al poeta, quien encontró a Dios en las palabras de Simeón, un viejo vagabundo, le gustaron las historias de mis mayores. Vos tenés un abuelo mejor que mi abuela, quien leía la Biblia a la altura de La Magdalena, me contestó entre risas. Al final, le pedí un autógrafo en una servilleta que ahora mismo no encuentro. Decía: “… un amigo en la Libertad, único camino posible a la Vida. Facundo”.
Tenía algo más de 20 años y, entonces, después del abrazo de Facundo, supe que el aire de Quito incluía luciérnagas. La nueva poesía que tramaba Whitman necesitaba de un héroe: decidió ser él mismo. Lo encontramos hablando con los vaqueros de Texas (donde no había estado nunca) o en la populosa Manhattan; Cabral -decía socarronamente- hablé con los indios en México y recibí bendiciones de la Madre Teresa de Calcuta; otras ocasiones estuve en Nepal. Como su maestro, él mismo fue un objeto poético: Me gusta el vino tanto como las flores / y los amantes, pero no los señores / me encanta ser amigo de los ladrones / y las canciones en francés. Por eso, cuando escuchamos a Facundo -como el Whitman plural- nos imaginamos que somos todos. Su muerte también es nuestra.
Pobrecito del matón, cree que el muerto he sido yo, nos dice ese otro cantor, Jaime Guevara.