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El Telégrafo
Ramiro Díez

Un profesor, víctima del terror

31 de octubre de 2013

A fin de año, un profesor universitario envió una carta a sus alumnos, con algunos consejos.

Uno de ellos decía: “Los humanos somos como botellas de vino. Cuando vayan a una taberna, mírenlas bien. Algunas carecen de adornos, están cubiertas de polvo, sin etiquetas, pero contienen un vino de tal calidad, que pone a la gente por las nubes, extasiada. Miren luego las botellas con etiquetas preciosas. Cuando prueben su contenido, encontrarán que apenas tienen agua con perfume y colorete. Son como la cabeza de muchos engreídos, que solo sirven para mear en ellas”.

Al profesor que escribía esa carta, la universidad no le renovó el contrato.

Se llamaba Galileo Galilei, y apenas empezaban sus problemas.

A pesar de ser el más reconocido científico de Europa, en sus bolsillos siempre faltaron las monedas para cubrir sus urgencias más elementales.

En su tiempo, los profesores solían alquilar un cuarto en su casa, a un estudiante que pagaba un poco más, por el privilegio de contar con la ayuda inmediata del profesor, si hacía falta.

Su huésped era un tal Bernardino que, aunque pertenecía a una familia acomodada, dejó de pagarle el arrendamiento durante un año. Cuando Galileo le exigió el pago, Bernardino lo acusó ante la Santa Inquisición.

El pliego de acusaciones del desleal delator, decía: “Lee más ciencia que libros religiosos. En el último año no ha ido muchas veces a la Santa Misa. Yo no puedo garantizar su fe”.

Por esto, Galileo estuvo a punto de ser quemado vivo por primera vez.

Cuando perdonó la deuda a Bernardino, éste retiró otros cargos y, tras mil piruetas verbales, Galileo pudo salvar su pellejo.

Pasaron los años y Galileo creyó que un tal cardenal Barberini, seguiría siendo su amigo cuando se convirtió en el Papa Urbano.

Y emocionado con la idea de que la tierra giraba alrededor del sol, se dedicó a proclamarla a los cuatro vientos.

Pero Barberini, ahora Papa e inquisidor, le prometió todo tipo de tormentos antes de achicharrarlo en la hoguera.

Anciano, casi ciego, semiparalítico, Galileo, arrodillado durante horas, suplicó misericordia ante el Santo Tribunal.

Le exigieron arrepentimiento y que jurara denunciar a todos aquellos que compartieran sus ideas heréticas.
Con un nudo en la garganta, sabiendo que mentía, Galileo admitió que el sol giraba alrededor de la tierra, y repitió el juramento exigido.

Al final le perdonaron la vida y fue condenado a cadena perpetua.

Siete años más tarde, Galileo murió en la cárcel.

El Papa Urbano murió un año más tarde, a las once de la noche.

Y a las once y quince minutos, ya no quedaba ninguna estatua suya, de las muchas que había en toda Roma.

Una multitud, feliz, las hizo añicos.

En la vida, como en el ajedrez, también a los poderosos les llega su hora. Juegan Post-Flamberg, Mannheim, 1914.

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