El país construye, casi en silencio, una nueva universidad: Ikiam, que significa ‘selva’ en shuar. Aunque su enfoque está en la ciencia, su propuesta también es acercarse a la sabiduría de los pueblos ancestrales, como es su mitología. Aquí un relato de los ‘sionas’ para las futuras aulas.
Hace mucho tiempo, en la tierra de los sionas, existía un hombre que había dedicado su vida a la cacería de todo sapo que encontrara a su paso. Era tanta su saña contra los anfibios que llegó un día parecía que los había exterminado a todos porque ya no se escuchó a ningún sapo croar.
Un día el cielo se oscureció de manera inusitada. El lóbrego ambiente solo fue el preludio para que un ventarrón -salido de la nada- se posesionara en el centro del poblado. Y fue como si del infinito descendiera una forma que cuando se acercó a la tierra todos miraron absortos que se trataba de la Madre de los Sapos.
Mientras tanto, el antiguo cazador de sapos se encontraba tranquilo en su morada cuando sorpresivamente llegó la Madre de los Sapos, que se sentó en su hombro derecho y fue como si en sus patas arrugadas tuviera raíces porque ya no se desprendió.
El hostigador de los sapos tuvo que aprender a vivir con esa enorme alimaña, cada vez más aferrada a su hombro. Pero eso no era todo, porque la rana expulsaba sus líquidos en el cuerpo del cazador, que mantenían sus ropajes amarillos y fétidos. Todos sabían que el siona olía mal porque era el único que no asistía a las fiestas y pasaba ensimismado con la rana en su hombro.
Tenía mucho tiempo el siona llevando al desproporcionado animal por todos los lugares y meditaba en silencio de cómo deshacerse de semejante intruso. Un día pidió al animal que se bajara un momento para poder cosechar los frutos de un árbol, cercano a un río caudaloso. El animal accedió. Cuando estaba en la cima el siona se lanzó al agua y así pudo desaparecer.
Al llegar donde sus parientes les contó lo sucedido y pareció que todo iba a ser normal, cuando nuevamente la tarde se volvió oscura. Otra vez un viento fortísimo llegó desde la selva y encima venía la Madre de los Sapos, para hacer una propuesta:
“Vengo a llevarlo, porque quiero que sea mi esposo”, le dijo mientras se le sentaba en el hombro. La oscuridad cedió al alba y cuando el resto de sionas quiso encontrar al exterminador de los animales no pudo hacerlo. Los abuelos sionas cuentan que nunca se supo sobre aquel atroz devastador de los batracios. Pero desde entonces, cientos -qué digo-, millones de sapitos volvieron a cantar por la Amazonía, que no sabe de fronteras.