Al suicidio se lo analiza desde variados ángulos. Acerca de sus causas y repercusiones se han vertido interpretaciones a granel. Morir a lo Salvador Allende implicará –incluso para quienes no sean sus correligionarios- un arquetípico acto de dignidad. Lo es también el del personaje a quien vamos a recordar, dada su jerarquía moral y su envidiada expectativa de estar a punto de llegar a la presidencia de Cuba.
Vale para acometer estos temas imbricarlos con otros fenómenos, cosa de que cualquier tópico, no se diga un contenido periodístico, defienda su vigencia sin dar la espalda a los principios básicos de la objetividad y del comportamiento humano, y más ahora cuando el papel de la prensa empresarial ha entrado en controversia.
Toda persona, presumiblemente inexpugnable en cuanto a su autonomía, se siente vulnerada por un concurrido embate del sistema, digamos la línea conservadora de la iglesia, el poder político, económico y mediático, la escuela clásica, la educación posterior, cánones familiares absurdos y otras rémoras de la sociedad. Súmanse –como un efectivo mampuesto- algunos circuitos internacionales de la desinformación, siendo uno de ellos la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). La misión de esta acaparante matriz, así justifique su accionar invocando atractivos derechos, es la de controlar psicológicamente y a través de sus medios a la opinión pública. Los pasos que los pueblos son capaces de dar, se suman a esa atenta vigilancia.
Allá por la década de los cincuenta, el célebre cubano Eduardo Chibás, se descarrió de este tipo de periodismo. Sobre la isla de Martí, ahora un epicentro de la dignidad, rotaba una tiranía tras otra y, a su falta, gobiernos seudo legales que, prohijados por Estados Unidos, entronizaron una ominosa desmoralización pública y una represión sistemática aparte de temida.
Respondiendo a ese desastre, insurgió Eduardo Chibás, periodista insobornable e intelectual de vasta cultura. Sus programas radiales (aún no se imponía la televisión) lograron una audiencia enorme, traducida en una popularidad arrasadora, soporte para que muchos le auguraran la silla presidencial.
Temerario fue con esos regímenes envilecidos y envilecedores, y valiente para matarse con su propia mano. Preocupado de que a su vida impoluta le cayera una mancha, el 5 de agosto de 1951, optó por esa extremada determinación, ya que al acusar de corrompido a un funcionario estatal no le pudo probar su inculpación. Varias versiones coincidieron en que, al no disponer de una prueba concluyente, prefirió que lo encontraran muerto.
En el libro autobiográfico de Reinaldo Arenas, texto impactante y amargo en no pocos tramos, el ya fallecido autor cubano reprodujo esa versión dando incluso los nombres del funcionario acusado sin evidencias.
Como en muchas partes de América y el mundo subsiste sin ninguna regulación ese manido método de condenar a priori, el ejemplo de Eduardo Chibás es, de las sanciones morales, la más contundente. El vacío dejado por el eminente cubano fue llenado por el apabullante liderazgo de Fidel Castro, quien, apenas llegado a La Habana desde la Sierra Maestra, predijo que en la conducción de ese triunfante proceso “podrá meter los pies, pero jamás las manos”.
Errores los habrá cometido, pero en lo de las manos, su legendaria ética no lo desdice. Al complementarse estos dos grandes, los finos escrúpulos de Chibás siguen revoloteando.