Para contener la pandemia y la crisis sistémica, el poder público reaccionó realizando ajustes en políticas y regulaciones; con la vacunación masiva surge la esperanza de despertar de la peor pesadilla de las últimas décadas, por lo que es oportuno dejar de trabajar en reformas contingentes, y centrarnos en las de fondo para recuperar la democracia sepultando la pesada herencia del socialismo del siglo XXI, una de cuyas caras visibles es un régimen jurídico favorecedor del populismo antidemocrático y corrupto que acorraló a la sociedad y dilapidó la última bonanza económica del país.
La Constitución de 2008 es la guinda del pastel; reconoce innumerables principios y derechos, es ruidosa respecto a democracia y participación ciudadana; contiene un diseño orgánico falaz, al tiempo que concentrador de poder. El modelo republicano de separación de poderes fue desechado y sustituido por la novelería de los “cinco poderes”, un fracaso; en las relaciones internacionales hay trabas que, cobijadas en la concepción de una soberanía caduca, bloquean posibilidades de que Ecuador se integre e interactúe con el mundo en la inevitable globalización. La visión nacionalista en la norma suprema impidió consolidar una economía potente, competitiva, generadora de empleo y redistribución de recursos en aras de eliminar la inequidad social. No olvidemos, además, decenas de leyes aún vigentes, limitadoras de derechos, y que establecen áreas de seguridad para los corruptos. Las reformas por la pandemia complicaron aún más esta preocupante situación.
Nuestra Constitución es solo la punta del ovillo, peligrosa, utópica, un cajón de sastre donde cabe de todo; razones sobran para tener que cambiarla pronto por otra realista, promotora de progreso, representativa de un amplio acuerdo social y programa político viable, y que resuelva lo sustancial: sentar bases democráticas de la sociedad y del Estado, y fijar límites infranqueables al ejercicio del poder.