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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Un asunto de fuerza

07 de diciembre de 2017

Suele decirse que la política es el trabajo desinteresado, especie de sacrificio que realiza uno o varios individuos en procura del bien común de la polis o la patria, siguiendo los principios de una ideología sujeta al debate. En la actualidad, dada la preponderancia del capitalismo que impulsa el objetivo de la reproducción del capital, muchas democracias del mundo se han convertido en campos de luchas por el poder, en los que se enfrentan los grupos que enuncian una transformación social contra los que defienden intereses particulares.

La política ha dejado de ser el lugar del debate y el disenso reglado, para convertirse sobre todo en acción y tensión, razón por la cual los grupos en pugna se concentran en la tarea primordial de incrementar sus fuerzas, desplegar tecnologías de movilización, adhesión de masas y técnicas de presión psicológica y material, para quebrar al contrario. La guerra política para enfrentar, contrarrestar o resistir demanda mucho movimiento, de manera que al final la política se vuelve algo telúrico y tarea muscular de corto plazo, que la aleja de los ideales, aunque algunos actores se identifiquen con ellos. Por otra parte, el objetivo de fuerza impide que el grupo político que originalmente ha buscado una transformación, pueda formar un campo amplio integrado por conscientes ideológicos y éticos políticos, por lo que las organizaciones se vuelen efímeras.

Cuando el campo de la lucha por el poder está compuesto por muchas microfuerzas, consecuencia del faccionalismo, la corporativización de organizaciones sociales y la fragmentación de la burguesía, el movimiento es constante. En el caso de que hubiera menos partes, pero cada una de ellas concentrará mayor fuerza, la medición entre pulsos sería quizás mayor, pero en cambio habría menos movimiento y estos serían, en general, cíclicos e incluso pactados.

Quizás no debería llamarnos la atención que la política sea en la realidad una constante correlación de fuerzas. Lo que debe alarmarnos es que esa correlación se haga sin una ética política, la misma que debe estar presente incluso en la forma de moverse para medir tensiones. Solo los grupos que en el tiempo han mantenido una combinación entre consistencia ideológica y ética política han trascendido en el tiempo. Los otros no han sido entes políticos históricos, sino operadores efímeros de fuerza.

De alguna manera resulta contradictorio que la explicación del juego de la política tenga que recurrir a metáforas de la física, ante una especie de vacío desde las ciencias sociales, que han aportado mucho sobre el “deber ser” de la política, y poco sobre el problema de la fuerza, la acción y el poder. (O)

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