Las universidades, durante la etapa correísta, vivieron una violación flagrante a su autonomía y un control autoritario. La Senescyt, un organismo inconstitucional, constituyó una creación nefasta del régimen. Dirigida por un grupúsculo con nula experiencia en gestión universitaria, operó con una lógica de desconfianza y de menosprecio a la academia ecuatoriana. En el fondo primó el complejo de una matriz neocolonial, que desde la periferia se sentía inferior y requería de proyectos faraónicos pero inviables, como fue Yachay.
Las consecuencias de esta desastrosa gestión se sintieron en el eslabón más sensible: cientos de miles de jóvenes excluidos del sistema de educación universitaria. Los irresponsables funcionarios de este daño social deberán dar cuentas a la sociedad ecuatoriana.
La expedición de una nueva ley es una tarea pendiente que va a requerir tiempo. Hoy, al menos, se ha reformado la ley poniendo paños calientes en las heridas más graves: sistema de ingreso, categorización, escalafón, academia. Ha quedado intocado el núcleo central que mina la autonomía universitaria, el gobierno del sistema de educación superior. Es decir, la conformación con mayoría gobiernista del Consejo de Educación Superior, Consejo de Evaluación y Aseguramiento de la Calidad, y el rol de la propia Senescyt. Esa será una tarea a desarrollar con un debate más pausado, llevado a cabo con todos los actores universitarios.
El aliento que pueden dar las reformas que han sido aprobadas por la Asamblea, y que esperemos se allane el Ejecutivo, serán vitales para que la universidad ecuatoriana se recomponga y pueda volver a pensarse a sí misma. Nunca más la academia debe ser pensada desde seudointelectuales devenidos en burócratas. Si algo cabe en la academia es que sea reflexionada y gestionada por si misma, lo cual no significa autarquía o autismo social. Una academia pertinente es aquella profundamente vinculada con su entorno, no de forma complaciente sino crítica. (O)