Hubo un tiempo, el tiempo prehispánico, en el que las cosas no eran vendidas ni compradas; tenía valor de uso y valor para el cambio, pero no precio. Tampoco era posible que existiera ganancia, es decir que no se obtenía rentabilidad por la acción de intercambiar los bienes, con el propósito de lograr beneficio por gusto. Sin embargo, en aquel tiempo, existía un complejo sistema de intercambio mediado por objetos simbólicos que contenían valores múltiples, los cuales eran en verdad innecesarios para la reproducción de la vida biológica. Poco antes de la invasión española, los pueblos originarios que habitan lo que hoy es la costa ecuatoriana, obtenían mediante un tráfico a larga distancia finas esmeraldas traídas desde lo que actualmente es Colombia, para satisfacer la avidez de la población, que las requería y depositaba a granel en los templos, con el propósito de llevarlas a Perú, donde funcionaban como bienes de prestigio, por lo cual se obtenía a su vez un equivalente en metales y otros bienes exóticos.
Varios cronistas de Indias del siglo XVI informaron que los indios de Manta y Puerto Viejo tenían una esmeralda del tamaño de un huevo de ánsar a la que los españoles la llamaron la Huérfana. Las peregrinaciones para participar en los rituales de la Huérfana eran tan grandes como las que se hacían para venerar a Pachacámac. En tiempos del calendario sagrado, la Huérfana era puesta al público para lograr salud y los indios comunes le donaban esmeraldas y piedras pequeñas, como si fueran sus hijas. Cerro, agua, ídolo y peregrinación muestran con claridad que el área sagrada más importante de la costa central estaba entre Montecristi, Portoviejo y Manta. Era de imaginar la cantidad de esmeraldas que después de cada ritual quedarían en manos de los poderes locales de Manta y Puerto Viejo, lugares del acopio de aquellas piedras requeridas por los chinchas, señorío localizado en una zona cercana a Lima, perteneciente al Estado gobernado por los incas. Guamán Poma señala que el inca y sus principales tenían perlas, mullu, y umiña, que era una esmeralda. Otros cronistas dan fe de que, por su parte, en el gran valle de Chincha, situado en lo que hoy es Perú, existían seis mil mercaderes encargados de los intercambios con Collao, el Cusco, Quito y Puerto Viejo, hasta donde llegaban en sus balsas, para conseguir esmeraldas finas, requeridas por los señores principales.
El espacio cultural Umiña estaba cohesionado por una ideología que amalgamaba lo sagrado y utilitario en una sola unidad, la piedra de esmeralda, cuyo acopio, circulación y valor sagrado permitía el funcionamiento de un complejo sistema que resolvía al mismo tiempo la interlocución con el mundo místico, el problema de la salud, el intercambio de productos, la articulación con los pueblos del norte e incas, y la jerarquización política y social requerida por un grupo dominante. La historia de la Umiña y sus hijas muestra cómo a pesar de que las esmeraldas no eran necesarias para la reproducción de la vida biológica, fueron dotadas de cuatro tipos de valor: por una parte tenían el valor de uso, para satisfacer la demanda de ornamentación. Por otra parte, tenían valor de intercambio, porque funcionaban como una especie de moneda. Así mismo, tenían un valor mágico-religioso, es decir el valor del poder superior, porque según decían los indios la Umiña “les dé salud, y vida, y de comer” que era todo lo que le pedían. Pero además las esmeraldas tenían valor en sí mismo, valor intrínseco, considerado a partir de su calidad de personas y lo que representaban.
En el mundo capitalista y moderno actual, desapareció progresivamente la idea de valor de uso y quizás se encuentre agonizante el valor mágico-religioso, porque predomina, sobre todo, el valor de cambio y el plus valor. Pero en el otro lado de la moneda, yace esperanzado el valor intrínseco, que es el valor superior de la vida. (O)