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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Umberto Eco, gracias

22 de febrero de 2016

Umberto Eco ha muerto y desde varias zonas y voces propagadoras de la verdad (libreros, críticos, reseñadores) surgen frases para elogiar o menospreciar al autor que se fue de nuestros terrenales límites. Eco ha sido durante décadas un autor que se corresponde, como el cóncavo y el convexo de las horas llenas y vacías, al tiempo que lo concibió y que él fue separando en piezas, sinuosas o arqueadas, para consumo de un pensamiento que fue la traducción de los acontecimientos que vivió de cerca.

Horas después de su muerte brotó el dolor de que no se le hubiera dado el Premio Nobel. Medida arbitraria y cínica para tasar la calidad de Eco, pues en la misma platea del análisis frívolo de su obra, se hallan también los que participan de la idea que consagra a escritores, pensadores y novelistas: la gloria del canon. Ergo, Umberto Eco no habría logrado captar, sobre todo en su novelística, los pergaminos del canon literario o, mejor dicho, no habría tenido la precaución de usar en su scriptorium las falsillas que sostienen cierto tipo de relatos. (Un ejemplo: Vargas Llosa escribió hace poco El héroe discreto, una novela cuya construcción es perfectísima y hace gala de sus viejos y sabrosos trucos de narración en distintos tiempos y voces, pero no por esto deja de ser un crudo panfleto del liberalismo social, es decir, afecto a la anemia ideológica de su autor). Quizás el Premio Nobel –en general, como premio–, vuelve sobre el canon para salvarse de gente como Umberto Eco…

Pero claro, su obra no empieza ni termina con sus novelas; su historia intelectual abarca otros ámbitos y tampoco en ellos parece que buscó el aura de la canonización. Por eso en este cortísimo artículo acotaré solo uno de sus usuales acertijos analíticos: lo políticamente correcto.

Hoy es notorio allegarse a opiniones fáciles y/o a valoraciones genéricas. Los homenajes brotan por doquier a personas que cumplen su rol tal como manda la tarifa de la tradición. Así, por decir algo, se ensalza a la mujer en su día –8 de marzo, sin saber qué pasó en realidad esa fecha– con flores, arengas y tonterías; o se rinde tributo a prohombres que le permiten al sistema autocomplacerse y cerrar filas sobre un honor de alquiler. O sea, lo políticamente correcto se exalta como valor social necesario (e hipócrita) para contener el desánimo y, acaso, la violencia simbólica. Umberto Eco escribía: “Todos sabemos que la primera batalla de lo políticamente correcto se libró para eliminar epítetos ofensivos para la gente de color, no solo el infame nigger sino también negro, palabra que en inglés se pronuncia nigro y que suena como un préstamo español y evoca los tiempos de la esclavitud. De ahí la adopción, primero de black y, luego, en una posterior corrección, de african-american”.

Lo políticamente correcto para todo: mujeres, negros, políticos criollos, señoras, discapacitados, desempleados, ciegos, niños, etc. Umberto Eco desintegró la ruindad que había detrás del aparente y novedoso protocolo igualitario, y su humor no canónico nos facilitó remangar la simulación de las formas sociales y su agente de legitimación colectiva: el lenguaje del poder. (O)

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