Imagine que es un medio de comunicación y tiene que entrevistar a un político. Puede elegir entre un político que no dirá nada en especial y que será muy cuidadoso en sus respuestas, o elegir uno a quien le encanta hablar de cosas nuevas y diferentes.
Puede elegir entre un político que no traerá audiencia y un político que tanto a su medio como —al día siguiente— en las redes sociales difundirá exponencialmente su programa o su periódico.
Puede elegir entre alguien que es divertido, que da la cara, o alguien que es mucho más gris. Puede elegir entre alguien que no se defiende y va a remolque de las informaciones que salen sobre él o alguien que ataca, que no tiene miedo, el mensaje del cual va siempre por delante y que seguro aprovecha su medio para decir algo relevante que será portada del resto de medios.
Puede elegir entre una persona que estudiará sus respuestas y traerá un argumentario, o una persona que seguramente improvisará bastante y será natural. Puede elegir entre un político con sentido del ridículo o uno que no lo tiene. Puede elegir entre un político con mensajes racionales o uno con mensajes emocionales.
Puede elegir a cualquier político, o puede llamar a Donald Trump.
Y, probablemente, si usted pertenece a un medio de comunicación elegirá llamar al multimillonario y ahora candidato republicano a las elecciones estadounidenses. De ahí proviene su éxito mediático. Donald Trump sabe lo que les gusta a los medios de comunicación: la audiencia. Y sabe que puede conseguirla sin problemas. Él fue una estrella televisiva y el público ya le conocía. Su carisma y su experiencia en televisión hace de él una rara avis en la política estadounidense. No es político, es showman, y un empresario de éxito que sabe qué quiere la gente.
Hace justo un año, en el primer debate republicano, Trump dejaba de ser una “broma” como candidato, al que sólo un 27 % de la población apoyaría como Presidente (en marzo era el 1 %). Ese día, el ahora candidato destrozaba en el debate a Jeb Bush y al resto de candidatos, mientras conseguía arrancar las carcajadas del público y, al mismo tiempo, defendía su reciente idea de construir un muro en la frontera de México. La realización del programa emitía imágenes con planos y encuadres donde se podía ver la actitud socarrona de Trump mientras Jeb se defendía del magnate. Todo por la audiencia.
Donald Trump sabe cómo llamar la atención y como conseguir difundir exponencialmente su comunicación, que es omnipresente: escribe sus propios tuits y hace llamadas constantes a programas de televisión, o acude a ellos. Y a los medios les encanta no tanto por quién es o lo que dice, sino porque consigue audiencias increíbles si se compara con el resto de candidatos. Ha recaudado mucho menos que sus contrincantes en las primarias (hasta 5 veces menos que Jeb Bush), pero no le importa, no necesita el dinero para aparecer en los medios o para tener visibilidad.
Agrada a la prensa porque les da cosas nuevas de las que hablar constantemente —no como el resto de candidatos— y audiencia, y se comunica constantemente con los periodistas. Además, mientras que otros candidatos dudan en ir a entrevistas, Trump lo hace constantemente.
De los medios de comunicación, Trump pasa a las redes, o de las redes pasa a los medios de comunicación. No le importa el orden si puede estar en boca de todos. Eso es lo que le interesa, que se escuche su mensaje.
Doce meses después, su probable candidatura es una realidad para aquellos que no le vieron llegar y que prefirieron hacer campaña atacándose unos a otros, mientras Trump les atacaba uno a uno hasta conseguir su retirada y difundía sus mensajes sencillos y a las personas adecuadas.
El mensaje emocional, antipolítica, directo al estómago de los votantes y no a su cerebro, ha ido calando. Su retórica es percibida como positiva y valiente por una población pesimista, cansada y enfadada con el ‘establishment’ del partido y con los políticos en general. Sobresalen siempre mediáticamente sus palabras sobre inmigración y terrorismo, pero quienes le votan lo hacen, entre otras cosas, porque él sí habla de los problemas reales de la clase pobre blanca del país, con puestos de trabajo en peligro a causa de la globalización, con sueldos estancados y con dificultades para enviar a un hijo a la universidad o curarse de una enfermedad sin quebrar económicamente. Es a ellos a quienes habla cuando propone multar a las empresas que externalicen puestos de trabajo.
Trump ha entendido, como nadie (tal vez sólo Obama durante su presidencia), que los medios (sobre todo la televisión) permiten una visibilidad increíble para llegar a los hogares, y que, en 2016, las redes también reflejan lo que ocurre en las pantallas. Es lo que se denomina el “fenómeno multipantalla”, la tendencia a usar otros dispositivos (ordenadores portátiles, tabletas, teléfonos inteligentes, etc.) mientras se mira televisión. Una infografía de Verizon, por ejemplo, asegura que el 65 % de los millennials admite utilizar un segundo aparato cuando está mirando algún programa de televisión.
En una sociedad que está hipermediatizada e hiperconectada, el show debe continuar, incluso en la política. Y Trump lo sabe mejor que nadie.