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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Tristeza chiclosa

07 de abril de 2016

Muerta de susto, la historia burguesa ha intentado relatar la historia de la Tristeza como la enfermedad de la melancolía. Cuando se dividió el mundo en la esfera de lo público y lo privado, la Tristeza fue condenada al lugar de lo íntimo y femenino. De ser el caso, la Tristeza debía refugiarse solo en la intimidad, donde no pudiera ser vista por nadie, arrinconada junto al amor y las pasiones, mientras todo lo demás, sobre todo la acción política, debía ser objeto de publicidad y exhibición.

No era de buen gusto demostrar las emociones y menos la tristeza, porque en el imperio de la razón prevalecería la higiene corporal y mental y no habría cabida para nada que remontara al lugar de lo instintivo o sentimental. Aquel estado estaba negado por el designio de los nuevos tiempos donde solo sería posible la belleza inconmensurable y la felicidad. El que acusaba tristeza aguda era tratado como un ser anormal por el psiquiatra, quien debía curar la alteración y restablecer la racionalidad. Un supertriste era un mal ejemplo, puesto que ponía en riesgo el equilibrio que debía garantizar el trabajo y la producción, en tiempos en que la fuerza obrera era considerada un factor económico y una mercancía.

Pero a pesar de los afanes de la psiquiatría y todos los intentos de disciplinar la sociedad, la Tristeza ha logrado construir su esfera propia, sin ser enfermedad ni melancolía, porque es un estado humano intermitente y chicloso amelcochado, que se adhiere al alma y se anuda entre el esófago y el vientre. Existe, puesto que quien no la conoce tampoco puede reconocer la plenitud. Por eso, mientras lo humano perviva, la Tristeza media enferma y media patoja, existirá.

Aunque la historia no ha escrito mucho sobre ese estado profundamente humano, a veces necesario para la contemplación de la maravilla del mundo, la literatura y la poesía se mostraron rebeldes y capturaron la metáfora de tristeza y con palabras análogas aludieron al estado triste. Neruda la verbalizó en canto, de tal modo que logró en una de sus poesías transmitir su espasmo y cuando la echó de su casa, le dijo: Tristeza, escarabajo de siete patas rotas,/ huevo de telaraña,/ rata descalabrada,/esqueleto de perra:/Aquí no entras./No pasas./Ándate./Vuelve al sur con tu paraguas,/vuelve/al norte con tus dientes de culebra./Aquí vive un poeta.

Aunque la tristeza fue echada y a la vez salvada por la poesía, parece que en estos tiempos está en serios problemas, porque quieren desvanecer todo lo humano. Todo indica que en el mundo actual se está fabricando el gran engaño acerca de la muerte definitiva de la Tristeza. Imágenes no tristes ruedan en los teléfonos celulares; circulan multitudes de autorretratos (selfies), donde millones de rostros aparecen siempre sonrientes, todos posando con la misma mandíbula abierta mostrando los dientes y los cachetes extendidos, fabricando el símbolo oblicuo, proyectando la felicidad virtual, falsificando y teatralizando el éxtasis y queriendo sostenerlo en la imagen efímera, que muere en microsegundos. Los arqueólogos de 2200 tendrán que descubrir la evidencia de las vidas concretas para demostrar la farsa de las vidas virtuales tuiteras y las del Facebook, libro cibernético de caras.

Pobre Tristeza, ya nadie habla de ti en estos tiempos, ni hay quien se interese por tu historia ligada al amor y la sensibilidad. Cuando más han inventado un nombre cursi, el de la ‘Depre’, para nombrar el aburrimiento y el vacío, que es algo muy distinto, a tu talante triste profundamente humano. Pero a pesar del combate, tú, Tristeza, sigues viva, porque vive el Ser, que está peleando para no abandonar su relación con la realidad y transitar al estadio terrible de lo humanoide diluido en su existencia virtual, enajenado completamente, incluso del control de su subjetividad.

Vámonos de parranda humana, señora Tristeza. (O)

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