Acabo de ver la transmisión del mando y, como la mayoría de los ecuatorianos, me siento al mismo tiempo desconfiada y esperanzada. Siento un déjà vu, es decir, mi estado de ánimo se parece en mucho al que tuve cuando vi la última transmisión de mando, el 24 de mayo de 2021. La diferencia es que ahora siento que el país se ha deteriorado aún más que entonces. Sin embargo, creo que la circunstancia me dice que debo llamar a mis lectores a involucrarse más para influir en las decisiones que toman nuestros actuales gobernantes.
Mientras se desenvolvía el gobierno de Lasso, asistíamos atónitos a la agudización de la crisis, particularmente de la crisis de seguridad que ahora enfrentamos de forma cotidiana. Antes los crímenes sucedían en las cárceles, de repente empezaron a suceder a pie de calle, lo que ha acentuado nuestro miedo, máxime con el contenido sobre asaltos, robos o secuestros que producen las televisoras locales.
El paro nacional de 2022 constituyó el termómetro de insatisfacción de la gente con las políticas públicas del gobierno. Los diez y ocho largos días que duró nos parecieron una eternidad. Andábamos recelosos de que nunca se acabaría esa movilización social. Las mesas de diálogo dieron algo de contención a la movilización popular, pero como espectadores constatábamos que muchos funcionarios gubernamentales acababan de desayunarse de la situación en la que han vivido por siglos los campesinos e indígenas de las zonas rurales.
Mientras tanto, el desabastecimiento, la corrupción y la falta de operatividad del sistema de salud pública resultaron un corolario inesperado después de la eficiencia que tuvo el proceso de vacunación. Y nos tenía aterrorizados contemplar el escenario sangriento de las masacres carcelarias: quinientas personas presas asesinadas entre el 2021 y el 2023. Las políticas de cambio continuo de autoridades carcelarias, el ingreso del Ejército, y las requisas de armamento resultaron una y otra vez medidas insuficientes.
El enjuiciamiento político del Presidente Lasso por la Asamblea Nacional en enero de este año debido al Caso Encuentro y la «muerte cruzada» subsiguiente fue un alivio para todos, pero, una vez más, nos sumió en una mezcla entre preocupación y desidia. Los ecuatorianos estamos agotados de ir una y otra vez a elecciones sin ver cambios importantes en el país. Los resultados del proceso electoral que siguió evidenciaron la dispersión de las fuerzas políticas, con excepción de una de ellas, que, a pesar de su enorme votación para el poder legislativo, no pudo conseguir el ejecutivo.
Todo este proceso nos llevó a la transmisión de mando que se efectuó el jueves pasado y que cumplió con todas las reglas de la tradición: el Presidente saliente entregó su banda al Presidente de la Asamblea, y el nuevo gobernante asumió el mando. La concurrencia a la ceremonia mostraba la diversidad del país. Algunos detalles se salían de lo acostumbrado, la presencia de niños muy pequeñitos, hijos del Presidente, en la comitiva, la elegancia de los vestidos de las damas, los hermosos ramos de flores. En atuendos y adornos se destacaba el color violeta, símbolo de ADN. Estos detalles quedarán en el anecdotario del cotilleo. El discurso del Presidente del Congreso, leído desde el papel, estuvo a la altura de las circunstancias. Por su lado, el flamante Presidente habló con soltura por escasos ocho minutos. En éste advirtió que encasillarlo no funcionará si se toman como molde el de los viejos políticos, dijo también que “ver la política como una realidad de extremos y revanchas, no logra el respaldo popular”, y que él no era “una persona anti nada, sino una pro-Ecuador”. Práctico y dispuesto a enfrentar de inmediato su mandato, enfatizó el hecho de que no tenía mucho tiempo para actuar.
Para los que prefieren lo pragmático y lo realista, la decisión del actual gobernante de llegar a acuerdos con las fuerzas del movimiento Revolución Ciudadana y del partido Social Cristiano resulta la única opción posible para sacar al país del empantanamiento. Para otros, cuyo voto anti-correísta fue consignado pro Noboa (como lo fuera en la elección anterior el voto por Lasso), dicha decisión generó desconcierto.
Lo cierto es que, acostumbrados como estamos a interminables discursos y eternas alocuciones, nos tomó por sorpresa la intervención de nuestro joven mandatario. Pero, sin lugar a dudas, nos llamó a la acción. Nos dejó la urgencia de retomar nuestro papel de ciudadanos involucrados en la vida del país. La participación se vuelve crucial para abordar los problemas críticos que tenemos, especialmente los de seguridad, educación y economía que afectan gravemente a nuestra sociedad.
Los temas en los que podemos acompañar e incluso presionar a nuestras autoridades
tienen que ver con que éstas implementen políticas de seguridad efectivas, además, de que participemos dentro de nuestras comunidades inmediatas en acciones que fomenten la prevención del delito.
Por otro lado, la participación puede canalizarse también hacia la defensa de políticas educativas sólidas, el aumento de recursos para las instituciones públicas de educación, y la creación de programas que aborden las barreras que impiden que los niños y jóvenes accedan y permanezcan en las instituciones educativas.
La falta de oportunidades de empleo formal se debe abordar pidiendo al gobierno, a través de grupos ciudadanos, políticas que impulsen el desarrollo económico, creen empleo y la regulen de forma efectiva la economía informal para garantizar condiciones laborales adecuadas.
El involucrarnos activamente en procesos cívicos y democráticos a través de reuniones comunitarias o de formar parte de movimientos puede lograr cambios positivos. Son formas efectivas de ejercer influencia política, que no solo es un derecho, sino también un deber y una herramienta poderosa para construir comunidades más seguras, educadas y prósperas. Al unirnos y abogar por cambios, los ciudadanos podemos contribuir efectiva y significativamente a la construcción de un futuro más prometedor para todos.