La importancia histórica de la Revolución Ciudadana (RC) es que insertó al Ecuador en la órbita de la transición al socialismo, casi 50 años después de que nuestra región ingresara a ella de la mano de la Revolución Cubana. El problema de la transición no ha sido teóricamente resuelto. En la práctica, las revoluciones prosocialismo han ido enfrentando al menos tres problemas inherentes a ella: el mercado, el Estado y su relación con la sociedad.
La RC se ha identificado como una revolución “con mercado”, tradicionalmente impensable para una izquierda ortodoxa que alimentó el sueño del socialismo previa destrucción del capitalismo y pese a que atestiguó la incorporación del mercado a la economía de varias experiencias revolucionarias, interpretada por algunos como “retroceso” y hasta “traición”. En esa línea parece ubicarse cierta crítica a la RC que, al mismo tiempo que silencia su compromiso antineoliberal, le niega un contenido revolucionario porque no ha roto el “patrón de acumulación capitalista”. La pregunta es si solo lo deseable es revolucionario o si también puede ser revolucionario lo posible. Si solo es revolucionario “destruir” el capitalismo; o si también es revolucionario dirigir el Estado y la economía capitalista sobre la base de principios y de una estrategia socialista nacional-regional que implique disputar el poder a la burguesía dentro del propio gobierno, en la mira de llevar al país hacia un nuevo tipo de sociedad.
La reforma institucional impulsada por la RC ha sido una apuesta en esa dirección. Orientada al desmantelamiento del Estado oligárquico, sienta las bases de un Estado Nacional, en un país cuya burguesía, luego de Alfaro, no forjó un proyecto nacional, poniéndole, más bien, de cara a su interesada conversión en Estado fallido. Al mismo tiempo que oculta este problema, esa crítica repudia la voluntad política de la RC de modernizar el Estado y fortalecer sus funciones, así como de promover rasgos considerados negativos, como la eficacia y la meritocracia. En su visión no se puede “poner la casa en orden” porque “está en ruinas: hay que destruirla”. No hay novedad en una agenda negativa que carece de proyecto hegemónico. En realidad, la posibilidad revolucionaria demanda que el proyecto socialista se convierta en opción de la mayoría, lo que coloca a la izquierda de cara a la ocupación del Estado para impulsar transformaciones posibles.
Pero, estas no dependen solo de un gobierno en disputa, cuestión que no ve esta crítica interesada. Lamentablemente, no toda la izquierda comprendió que la posibilidad histórica de disputarle poder a la burguesía en el gobierno y el Estado, propia de una transición, no dependía de individuos sino de la capacidad de ella para constituirse en una fuerza orgánica en la sociedad, con alternativas posibles y una política propositiva y no de bloqueo sistemático como la practicada por sectores populares y de clase media reivindicacionistas, corporativizados, que les ha conducido a la conspiración y hoy a una alianza con la extrema derecha. (O)