Sir Karl Popper, uno de los filósofos más importantes del siglo XX, en su Paradoja de la tolerancia, sostiene que si una sociedad es excesivamente tolerante, esta será destruida por los intolerantes. Esta paradoja la estamos viviendo en estos aciagos días por los que atraviesa la nación.
Cuando universitarios, muchos de nosotros salimos a protestar en las calles frente a medidas que considerábamos injustas. Lo mismo hicieron indios, maestros, mujeres y cientos de actores sociales más.
Hasta que llegó el gobierno de la Revolución Ciudadana y con un modelo autoritario imprimió el miedo y la sumisión en todos los sectores. Por un plato de lentejas, muchos se callaron y se sometieron. Con “paquetazos” de menor peso e incidencia, nunca observamos este nivel de violencia.
Muchas pueden ser las explicaciones, por el momento, ensayo dos. La primera, vivimos una década de la pedagogía de la violencia; y la segunda, se importaron métodos y metodologías de protesta violenta.
Se inculcó que la bravuconada y la imposición eran valores ciudadanos. Ser ciudadano era imponer la voluntad omnímoda para nombrar jueces y autoridades de control. Ser ciudadano era romper periódicos y burlarse de los críticos del poder.
Ser ciudadano era gritar y golpear la mesa. Ser ciudadano era desafiar a golpes en la calle a jóvenes estudiantes. ¿Esos diez años se convirtieron en lecciones de una nueva ciudadanía? Los líderes políticos son educadores.
La segunda explicación. Revisando las diferentes imágenes violentas pasadas por redes y medios de comunicación, en la historia de Ecuador no hemos sido testigos de estas formas habituales de protesta. Se asemejan más a métodos y metodologías de represión social de países autoritarios, como Cuba y Venezuela.
Esto no somos los ecuatorianos. Estimo que para reconstruir nuestra identidad deberán pasar al menos tres décadas de reeducación. Siguiendo a Popper, debo ser intolerante con la intolerancia. (O)