La efervescencia social en América Latina y las consecuencias del golpe de Estado en Bolivia parecen tener una misma matriz de origen: el mundo en crisis.
Una guerra, por ahora comercial, entre las grandes potencias tiene a la región como una suerte de botín de guerra o territorio de donde extraer recursos naturales.
Fue la antropóloga y feminista Rita Segato la que habló, antes de cuestionar a Evo Morales, de la “mediorientización” de Sudamérica. Las reservas de petróleo, litio y minerales de toda índole, y la forma como se van moviendo Pekín y Washington, bien pueden alimentar esa teoría.
En las últimas semanas las calles de Chile y de Bolivia se van regando de víctimas. Muertes que se pudieron haber evitado, si los gobiernos de esos países hubiesen leído la realidad y hubiesen tenido encendido el termómetro social. De la misma manera, si fuese otra la esencia de los carabineros y de la derecha boliviana fuese otra.
Esa lista de muertos está llamada a incrementarse, en distintas plazas de distintas capitales de por aquí abajo si no se toman recaudos.
Los mismos que debieron haber tenido los gobiernos progresistas si hubiesen hecho una lectura geopolítica correcta, ahora que ya no está Fidel Castro.
Segato interpeló a Morales por su machismo, pero también por no haber pensado en la ola de violencia que desataron sus enemigos y generó el golpe que él pudo haber evitado mucho tiempo antes, con decisiones aferradas a la voluntad de la mayoría.
Ver a Michelle Bachelet, como Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), sin hacer una autocrítica de sus dos mandatos presidenciales en Chile, que colaboraron a la construcción de la desigualdad en la misma medida que los de Sebastián Piñera o el resto de los mandatarios chilenos post-Pinochet, hace ruido. Y mucho de verdad.
Máxime cuando sobre la crisis no ha dicho “esta boca es mía”. La autocrítica siempre es sanadora. Porque los muertos de estos días, y los que vendrán, son también nuestros. (O) et
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