Un amigo me ha escrito para preguntarme si mi compromiso intelectual y político no atenta contra la necesaria imparcialidad de mi análisis histórico. Me permito dar a conocer a mis lectores la respuesta enviada, porque estimo que el asunto rebasa el ámbito de lo privado y plantea un debate sobre un tema de interés público.
La verdad es que no soy un historiador de corte clásico, si por tal se considera a alguien que trata exclusivamente sobre asuntos de la historia pasada y se niega a reflexionar sobre su propia historia, es decir, la vista, la oída, la gozada y sufrida en carne propia. Esa primera constatación me ubica ya entre los cultores de la “nueva historia”, esa corriente revisionista no tanto de los personajes y hechos del pasado, cuanto de las visiones, conceptos y métodos de la historia positivista.
He escrito varios libros sobre la historia de los períodos colonial y republicano. Lo he hecho con una visión crítica, tratando de desentrañar los conflictos y contradicciones sociales que yacían en el fondo de cada época. Pero ese interés por el pasado no puede encerrarme en él y hacerme renunciar a reflexionar sobre el tiempo y la sociedad en los que habito.
Ser historiador no implica ser únicamente un estudioso de la vida que fue, una especie de cronista de difuntos. Implica necesariamente un compromiso con la vida que late a nuestro alrededor, que bulle ruidosa en las calles, plazas y caminos de nuestro mundo, y también con las ideas, sueños y pasiones de las gentes de aquí y ahora.
Desde luego, eso significa asumir ideas, posiciones y principios, o sea, comprometerse con la vida social y política, y juzgar desde ahí los hechos históricos y las acciones humanas que los causaron, así como los fenómenos conexos, sus causas y consecuencias.
Claro está, eso implica un rompimiento con el ideal historiográfico burgués, según el cual el historiador debe ser un personaje encerrado en un mundo de cosas muertas y de gentes muertas, voluntariamente aislado de su realidad, reservado, prudente, imparcial y no comprometido, en suma un gran castrado intelectual.
Nuestro ideal historiográfico es otro. No nos interesa el pasado por el pasado, sino el pasado como un medio de aproximarnos a la comprensión de nuestro propio tiempo, de nuestra propia circunstancia. Además, esto obedece a la lógica del tiempo, pues no podemos cambiar el pasado, pero sí podemos estudiarlo y comprenderlo, con miras a cambiar y mejorar el presente.