Las huellas de aquel azote que castigó a nuestra tierra amada décadas atrás se han hecho indelebles. Y hieren el espíritu tan solo al enterarnos de hechos inenarrables por su crudeza en contra de latinoamericanos inteligentes, valientes y decididos, de pensamiento claro y honestos de corazón, que murieron destrozados, impotentes, tan solo por el ‘pecado’ de disentir con los sátrapas, lacayos impuestos en el poder por sus amos del Norte, para traicionar a su pueblo y masacrar a los suyos. Que nunca jamás retornen a nuestra América, la más preciosa, la del Sur, tiempos tan nefastos como las décadas de la Operación Cóndor, tiempos de oscurantismo y de opresión, cuando no se respetaba la vida ni del hermano que protestaba por las injusticias cometidas.
El estadounidense Dan Mitrione actuaba como asesor de Seguridad de los Estados Unidos en Latinoamérica. Tanto en Uruguay como en Brasil entrenaba a la Policía en la aplicación de técnicas de tortura, para lo cual utilizaba como conejillos de indias a vagabundos, a quienes nadie reclamaría. Inventó una silla para choques eléctricos, bautizada por la Policía brasileña como la ‘silla del dragón’; investigó y desarrolló una técnica para producir la disociación entre el cuerpo del detenido y su mente, utilizando descargas eléctricas precisamente en un lugar vulnerable del ser humano; generó un método para lograr la rendición y sumisión de los detenidos y lograr así la información requerida. Era todo un genio de la tortura.
El 22 de diciembre de 1992, José Fernández, un juez de Paraguay, visitó una comisaría en Lambaré, muy cerca de Asunción, en busca de un archivo de cierto expreso político. En cambio encontró lo que se bautizó como los ‘archivos del terror’, donde se detalla el destino de miles de latinoamericanos secuestrados, torturados y asesinados por los servicios de seguridad de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Esos documentos cuentan 50.000 personas asesinadas, 30.000 desaparecidos y 400.000 encarcelados. Se podría pensar que los cuerpos de aquellos 50.000 asesinados y los 30.000 desaparecidos fueron tirados vivos al mar, muy lejos de la costa, amarrados unos con otros a manera de largas salchichas humanas, desde los vuelos de la muerte, a fin de no dejar rastro de sus crímenes.
De qué manera tan macabra, sin un mínimo rastro de sensibilidad humana, se castigó a nuestra bien amada América, la del Sur. Ya en 1976, la Operación Cóndor se hallaba en su apogeo. Los exiliados chilenos en Argentina se vieron de nuevo amenazados y tuvieron que pasar a la clandestinidad o al exilio. Miles de argentinos, chilenos, bolivianos, uruguayos, paraguayos, así como diplomáticos cubanos y testigos de esas ilegales detenciones, fueron torturados y masacrados en el famoso centro clandestino de detención Automotores Orletti, una de las 300 prisiones camufladas de la dictadura.
Y para asegurar la impunidad de todos los crímenes del vergonzoso Plan Cóndor que castigó traidoramente a nuestra América, se impuso la Operación Silencio, cuyo propósito era obstaculizar las investigaciones de los jueces chilenos mediante la eliminación de los testigos. Esta engañosa acción comenzó alrededor de un año antes de que los ‘archivos del terror’ fueran hallados en Paraguay. ¡Cuánta ignominia cometida! Si hasta los pequeños hijos de los detenidos, torturados y masacrados, fueron secuestrados y criados como descendientes propios por los asesinos de sus progenitores.