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El Telégrafo

Taita Leonidas Proaño, profeta de verdades

09 de noviembre de 2011

La lucha de los pueblos tiene en su seno la mirada visionaria de mujeres y hombres comprometidos con su destino, desde una óptica conjunta y colectiva. Esa lucha se ve reflejada en la historia con signo propio, desde las aspiraciones comunes. La emancipación popular, entonces, es el resultado de una predisposición mancomunada de objetivos ligados a la obtención del bien común, a partir de la anhelada liberación social.

Monseñor Leonidas Proaño Villalba (San Antonio de Ibarra, 29 de enero de 1910 -  31 de agosto de 1988) es un personaje que rebasó la coyuntura existencial, para quedarse en el corazón de los humildes. Fue el cura de los desposeídos, quien jamás se amilanó ante el poder y las circunstancias adversas.

Desde su niñez encarnó la pobreza como un medio de conciencia individual y, posteriormente, comunitaria. Él sintió cercana las carencias que arroja el sistema capitalista y, desde esa realidad lacerante, fue entendiendo la palabra de Dios, como un valioso instrumento de redención a favor de los más pobres.

Su condición sacerdotal fue causa de alegría, pero también de angustia permanente.

Su decisión de caminar junto con los indios y campesinos obtuvo como respuesta de la jerarquía católica y de sectores conservadores los más variados epítetos y la consabida censura.

Es que la Iglesia concebida tradicionalmente ha respondido al funcionalismo institucional, en tanto que la Iglesia pensada por Proaño es aquella que se acerca a la gente, organiza círculos de discusión bíblica, moviliza a grupos de base en la tentativa evangelizadora, orienta a los creyentes en la búsqueda de la comunión, cuestiona las estructuras socioeconómicas. En síntesis, es una Iglesia viva.

Proaño hizo de su labor pastoral un testimonio fidedigno de vida, sin poses, alejado de la pirotecnia. Su sensibilidad humana le permitió adentrarse en la problemática que aqueja a los sectores indígenas de la serranía ecuatoriana, especialmente de Imbabura y, con amplio conocimiento de causa, de Chimborazo, tras su desempeño como obispo de esta última provincia. Fue un íntegro predicador de los designios de Dios y, fundamentalmente, un militante de tales postulados en la cotidianidad, demostrando en todo momento una ejemplar conducta ética.

Su preocupación por los desposeídos le impulsó a gestionar proyectos y obras de carácter social, educativo, cultural, teológico y recreativo.
En el plano reflexivo fue autor de escritos de variado análisis, para lo cual sobresalió su pluma ilustrativa y directa, que lo condujo también a la tarea periodística.

Fue un auténtico hombre de fe, de esos que van escaseando en el mundo: “Hombres nuevos, luchando en esperanza,/ caminantes, sedientos de verdad./ Hombres nuevos, sin frenos ni cadenas,/ hombres libres que exigen libertad”.

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