Manolo, uno de los buenos amigos del colegio, con apenas 14 años de edad, repetía insistentemente que se iba a suicidar, pero que le daba miedo morir. Junto a él, todos nos reíamos y festejábamos lo que, en ese momento, pensábamos era un chiste. Hasta que llegó el fatídico día en que su madre comunicó al colegio que Manuel había fallecido. La noticia fue que su muerte se debió a un paro respiratorio. En los pasillos del colegio todos murmuraban que su muerte no fue por enfermedad, sino que se había suicidado. Ninguno de nosotros se percató de la situación que atravesaba Manolo. Tampoco se percató ninguno de los profesores, ni siquiera el de Religión…
Hablar del suicidio es complejo y doloroso. Pero es necesario hacerlo, puesto que en Ecuador se ha convertido en la primera causa de muerte entre niños y adolescentes. Así como se ha encendido la luz roja para el femicidio, la señal de alarma para el suicidio infantil juvenil debe prenderse de manera urgente. Y es que este, supera de largo a las cifras del femicidio.
Desde 1990, según datos oficiales, la cifra de suicidio en niños y adolescentes se ha cuadriplicado. Es inminente que la sociedad entera, superando mitos y tabúes, reflexione sobre esta problemática y busque las estrategias de prevención, tanto en la casa como en la escuela.
En 2017, de 1.205 casos de suicidios, 957 correspondieron al género masculino, y 248 al femenino. La tasa de suicidios de adolescentes varones entre los 10 y 19 años se incrementó 6,7%, el femenino, 3,3%.
Frente a este problema, el Estado y la sociedad en su conjunto deben iniciar una campaña de concienciación. Y cuando decimos que es responsabilidad también de la sociedad, estamos hablando de poner el tema sobre la mesa y hablarlo sin tapujos. Si no lo hablamos hoy, mañana podría ser muy tarde. El suicidio no es ningún chiste. (O)