Micaela, a sus 11 años, ya no tiene tiempo para estudiar o jugar. En verdad, nunca lo tuvo. Desde muy pequeña abandonó sus estudios para dedicarse a cuidar a sus dos hermanos y a los quehaceres del hogar, mientras su madre trabaja en la venta ambulante. Ella tampoco finalizó sus estudios, porque se embarazó de un tío a los 14 años y Micaela es fruto de esa relación incestuosa, desigual y de abuso.
Micaela también está embarazada de un familiar y, en su estado, ya no puede ayudar con tanto ahínco a su madre: por su tierna edad su embarazo es delicado y debe tener cuidados extremos, si quiere salir con vida de esta aventura que ella no eligió. Entornos con deserción escolar, pobreza y violencia intrafamiliar-como los de Micaela y su madre-son caldo de cultivo propicio para desencadenar embarazos en niñas y adolescentes y es muy probable que todos estos factores se repitan intergeneracionalmente. En consecuencia, mujeres, niñas y adolescentes viven destinos preasignados y de escasas posibilidades de superación o cambio.
Los sectores más conservadores se oponen a que los abortos por violación se paguen con dineros públicos. Ignoran que, anualmente, el Estado desembolsa USD 67,8 millones en atención de embarazos no intencionados (66% de embarazos son no intencionados). El costo promedio de evitar un embarazo no intencionado es de USD 114, mientras que su atención se estima en USD 612.
Que el Estado implemente programas de planificación familiar y que, como consecuencia, se prevenga la mortalidad infantil por embarazo se estima en USD 73.7 millones anuales.
Los costos de la no prevención del embarazo infantil y adolescente suman anualmente USD 331 millones. ¿Es casual que en Latinoamérica la segunda causa de muerte infantil sea por complicaciones en el embarazo?
El aborto debería ser la última alternativa de las niñas y adolescentes embarazadas. No contar con políticas estatales al respecto tiene un costo económico y social altísimo. ¿Hasta cuándo sigue la sociedad ecuatoriana inmersa en este suicidio colectivo? (O)