Los suicidios mediáticos tienen efectos celados. Es fácil reaccionar a ellos juzgando o, en casos sórdidos, burlándonos. Sin embargo, la avalancha mediática es normativamente tóxica e invisibiliza algo más dañino: el suicidio mediático permite visualizar las reacciones ante el deseo de matarse. Ahora bien, ¿qué pasaría si es alguien cercano el que lo ha estado pensando? De pronto, un pensamiento sigiloso se materializa y toma forma; el potencial suicida ya no solo que lo piensa, ahora evalúa también las reacciones de su entorno.
Esta es la principal razón por la cual considero que el suicidio es un pensamiento vital. Para el potencial suicida es una salida y, si algo de humanidad nos queda, habría que pensar qué provoca este pensamiento. Esta responsabilidad –que la ejercemos con quienes uno menos espera– implica empatía, humildad y solidaridad. Precisamente lo contrario a lo que nos alecciona a diario un mundo acelerado, individualista, competitivo, agresivo. Entonces, tal vez no vale la pena reclamarle a la sorna, es mejor escribir un discreto llamado a interceder con asertividad.
Quien sea que esté divagando por aquellos barrios tal vez está esperando escuchar que está bien fallar. Que es universal equivocarse. Que fracasar está subvalorado y que, aunque la angustia hostigue y provoque un continuo escepticismo, es normal pensar que existen abismos. Fracasar es más común de lo que parece, lo que pasa es que somos expertos en maquillarlo. La pregunta es ¿cómo ejercer la solidaridad si no sabemos quién es el afectado? Probablemente construyendo comunidades orgánicas e indiscriminadas, evitando esfuerzos mecánicos y selectivos.
Por eso, este pensamiento es vital, enfrentarlo solo esquiva efectos negativos. Volver a humanizarnos vale la pena: bajar la guardia, dar una mano, mandar un mensaje, echar una llamada. Quizás esas señales permitan un aplazamiento o quizás no logren nada; pero –como dijo Cioran– el sinsentido ya es una razón suficiente para aguantar, y permitirse vivir. (O)