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El Telégrafo
Ramiro Díez

Sueño de galletas

25 de julio de 2013

Conocí a Cosme en la cárcel. Hablaba poco, siempre mirando al piso, y después de sentir mi mano en su hombro  fue más fácil arrancarle, una a una, las palabras. Entonces me contó que estaba muy preocupado porque solo le faltaban tres años para pagar su condena por asesinato. Cosme miraba al futuro, se veía en la calle, libre, y un estremecimiento de pavor le erizaba la piel.

Cuando le pregunté qué iba a hacer al salir de la cárcel, tragó saliva, me miró con ojos de susto y su cuerpo se encogió más, con un gesto de animal acorralado, como un huérfano desamparado. “Haré algo para volver a la cárcel. No puedo hacer otra cosa. Afuera no sé vivir”, me dijo, y volvió los ojos a la pared, como si no quisiera ver nada de lo que estaba pensando. Entonces me contó su historia.

Cosme tuvo un padrastro que, sobrio o borracho, le daba palizas siete días a la semana. Comida, nunca. La panza de aquel gigante temblaba aun mientras dormía, en medio de sus ronquidos y sus borracheras. La mamá de Cosme era todavía joven, pero estaba convertida en un saquito arrugado de huesos. El hambre de ella  y el de Cosme estaban allí, en la gordura del padrastro.   

Un día Cosme descubrió un cajón en el que el padrastro guardaba algunos comestibles. Con el alma arrugada de terror, con manos temblorosas, Cosme saltó por encima de todos los conceptos de propiedad privada, y robó tres galletas. Por aquel crimen, el padrastro le quemó las manos y se las dejó inútiles. Cosme nunca pudo tomar un lápiz entre sus manos.

Al sanar las heridas, Cosme aprovechó una borrachera de su agresor, esperó el momento en el que dormía, y con sus manos de niño, ya deformes como muñones, tomó un cuchillo como pudo e intentó matarlo. Imposible atravesar la capa de grasa. El hombre despertó dando chillidos. Un juez, que no hizo ninguna pregunta, encerró a Cosme en el reformatorio y advirtió al padrastro sobre la importancia de tener mano dura en la educación de los niños.

Aunque nunca lo supo, Cosme celebró en el reformatorio su octavo cumpleaños. Salió al tiempo. Otro robo de comida. Reformatorio. Salió y hubo una riña con heridas. Reformatorio. Salió, y primer crimen. Y luego otros más. Cosme no sabe contar muy bien. Cosme era un niño que, por esos días, aparentaba cincuenta años. Cuando le pregunté qué quería, me dijo que soñaba con una celda enorme llena de galletas. De sus muertos  no se acuerda.

Los ajedrecistas somos peores que todos los Cosmes juntos: solo deseamos matar.

Kozlovskaya Vs. Eruslanova, Moscú, 1978

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