De qué sirve estar casado si gran parte de las minorías LGBTI no tienen acceso a un trabajo digno? ¿De qué sirve estar casado si gran parte sigue siendo discriminada al rentar un departamento? ¿O cuando intenta inscribir a sus hijos en la escuela? ¿O cuando las estadísticas públicas no registran su existencia? ¿O cuando su esperanza de vida es alarmantemente menor? El matrimonio igualitario es positivo y abre un abanico de acceso a derechos: es un avance incontestable.
Sin embargo, hay dos peligros en la idealización de una institución conservadora por excelencia: que se postergue la lucha por beneficios materiales que impactan directamente en la supervivencia de minorías y que la representación política sea cooptada por élites en búsqueda de argumentos para mantener su espacio dominante.
Esto no significa desmerecer el trabajo realizado por activistas; recordando –sobre todo– que los cambios legales no son dádivas de nuestra enclenque clase política: son consecuencia de la movilización social que ha invertido recursos y tiempo. Sin esa movilización no existiría reacción normativa.
No obstante, la preocupación social debe enfocarse en permear instituciones que están acostumbradas a discriminar minorías de forma inercial y estructural. Es en ese proceso que la solidaridad debe enfocarse en grupos sociales sin capital político ni económico. Olvidar que son las clases trabajadoras las que sufren discriminación rutinaria no solo significaría la superficialidad de avances legales sino el vaciamiento de su representatividad y disputa política.
En este sentido, el feminismo tiene quizás las lecciones dolorosas: de una lucha para cambiar exclusiones estructurales, en ciertos momentos se convirtió en un hashtag promovido por élites al estilo Hillary Clinton. Es decir, comprando –sin beneficio de inventario– un paquete incluyendo ideas pérfidas, como la austeridad o la igualdad de oportunidades descontextualizada. La lucha valedera entonces, la transversal, apenas empieza. (O)