¿Cuántas veces hemos escuchado con asombro, curiosidad, o incluso con lástima, elogios exagerados sobre una persona, de boca de alguno de sus familiares o amigos cercanos que tratan de promocionarlos como lo hacen aquellos vendedores de bagatelas que exhiben improvisadamente sus mercancías en calles y plazas?
Este comportamiento, más común de lo que parece, se vuelve ridículo cuando se descubre que la supuesta estrella no es más que una chispita. Todos hemos visto a un individuo sosteniendo que su hermano es un “genio”, a una madre asegurar lo brillante que es su hijo, a una mujer que destaca lo valeroso y trabajador que es su marido, a otra que ensalza la supuesta integridad de su mejor amiga, etc., siendo gran parte pura imaginación del promotor, y deseo de lograr admiración hacia su promocionado.
Es que vivir de las apariencias y la seducción gusta mucho, estando listos para impresionar a los demás posicionando en su mente conceptos que nos convienen, o simplemente para sentirnos a gusto teniendo un ídolo particular y cercano, llenando nuestra vanidad al ser familiar o amigo a alguien destacado; por eso los idealizamos sin percibir el tamaño real de las capacidades de nuestros promocionados. Vale aclarar, sin embargo, que el reconocimiento de los méritos de otro es loable y puede servir de estímulo al reconocido, siempre que este no rebase lo verdadero y no se caiga en la adulación.
¿Cuántas veces, al conocer de cerca a estos personajes, descubrimos una realidad muy diferente a la anunciada?, pues no se puede ocultar la ineptitud ni fingir capacidad por mucho tiempo. Quizás no falte quien piense que es normal que, por afecto, se sobredimensione a un hijo, hermano, cónyuge o amigo; sin considerar el mal para el ensalzado, que lleno de fatuidad se mira al espejo como un águila cuando no es más que un débil polluelo al cual se le está impidiendo alcanzar un verdadero crecimiento, pues ya lo sentencia el proverbio: “La boca lisonjera hace resbalar”.
Seguramente, nadie querrá contradecir al halagador, pues vivimos en un teatro de mentiras rodeados de vanidad, simulando y disimulando para quedar bien ante quienes hacen lo mismo, en un escenario donde somos actores y espectadores a la vez, aplaudiendo y buscando aplausos, creyendo en nuestro personaje y fingiendo creer en los demás, sin admitir que por regla general somos solo chispitas, no estrellas.