Tenía la piel de porcelana, como una nota blanca que con su silencio dice todo. Sus cabellos eran como el Nocturno 9 de Chopin, no solo por su color sino por su carisma. Sus ojos tenían la mirada más obstinada que la secuencia de compases en un preludio para piano. Su nombre significaba sabiduría en griego y, a pesar de ser tan joven, se notaba su madurez. Vestía de blanco y negro cual estrella del cine clásico. Se inclinó y tomó asiento frente al piano. Apenas empezó a tocar las teclas, las cuerdas del piano se estremecieron y pronunciaron sonidos celestiales.
Ángel o hechicera cambió el escenario del Royal Albert Hall en un bosque sospechosamente familiar. Parecía que estuviéramos en los jardines de Kensington, cerca de la famosa sala de conciertos de Londres. Busqué la estatua en bronce de Peter Pan y me encontré con el personaje en carne y hueso. No obstante, el niño había envejecido y me dijo con voz grave: “Te decepciona ver viejo al héroe de tu infancia, pero tú también has envejecido. Ya los piratas de mis cuentos son ahora magnates y mis compañeros de aventuras son padres de familia y trabajan”. Miré con nostalgia al personaje que conocí por primera vez en un programa de televisión. Recorrí el bosque y vi otra vez a Sofía tocando el piano. Le pregunté a Peter Pan quién era esa joven tan hermosa y envuelta en el misterio. Peter Pan me explicó: “¿Acaso no percibiste que sus acordes fantásticos son de otro mundo? Ella también ha crecido, era la pequeña hada que todos llamaban Campanita”.
De pronto un vendaval me arrebató del lugar y desperté en un silencio sepulcral y con un vacío en el alma. Recordé que estábamos en cuarentena en Quito y que todo había sido un sueño. Hace años que estuve en Londres cuando el mundo era feliz y no lo sabía. El Ecuador que tanto amo está en peligro mortal. Entonces entendí todo. Sofía es nuestro anhelo de vivir, la fe en un mundo nuevo. Hasta ese momento mis sueños en cuarentena habían sido pesadillas como en El Peatón de Ray Bradbury. (O)