En gran medida, los problemas sociales están definidos, no por la carencia de respuestas, sino por la superficialidad de las soluciones.
Soluciones que llevan implícita la deformación que imprime el fetiche de la legalidad o, lo que es lo mismo, el cumplimiento irrestricto e irreflexivo de los parámetros de la autoridad, que se agrava si consideramos, además, las presiones temporales en las cuales se expresa la urgencia de su frecuentemente obtusa planificación central.
Así, las soluciones que damos a nuestros problemas sociales podrán ser legales y eficientes, pero inefectivas y falsas. Pero si se aplica un pensamiento profundo y pausado antes de realizar cualquier acción colectiva (civil y política), tendríamos una gestión completamente ineficiente, pero muy seguramente eficaz.
Naturalmente habría que preguntarse cómo es posible que aquello que se espera produzca un efecto determinado (lo eficaz) no requiera el cumplimiento de ciertas funciones asignadas dentro de cierto procedimiento (lo eficiente), en el marco de la razón y de la aplicación del pensamiento, porque según el marketing massmediático, eficiencia y eficacia irían indefectiblemente de la mano.
Aquí nos ubicamos frente a la ruptura de la ideología, para afirmar que si fines y medios no coinciden, es momento justo para cuestionar aquello que es menos importante y prioritario.
Para citar dos ejemplos, la democracia debe permitirse la ineficiencia de la opinión pública para ser eficaz; o la educación denunciar la ineficiencia de la burocracia frente al fin del aprendizaje y el desarrollo del pensamiento profundo que, a pesar de ser incómodo, nunca deja de ser conveniente. (O)