Ana está muriendo. Tiene 42 años, dos hijos y un marido que la abandonó cuando se enteró de que tenía un tumor en el cerebro. Hace tres días fue operada, le hicieron una craneotomía frontal derecha. El neurocirujano solo extrajo una muestra para biopsia ya que el mal se había extendido por todo el cerebro. Ahora yace semiinconsciente y abandonada en una sala general. Tiene en su mirada un dejo de tristeza vital lo que junto a su cabeza completamente rapada y parchada llaman la atención de médicos y enfermeras. Me acerco y la acaricio, pero ella solo responde con una mueca de desagrado.
Al dejarla, no puedo evitar preguntarme ¿cómo fue su vida?, y ¿qué será de sus hijos? De la felicidad y también de la soledad, ya que su cuadro me ha dejado con una sensación de desamparo. Salgo a la calle a enfrentarme con los problemas de la vida diaria: las arbitrariedades, las opciones irrelevantes y las rutinas sin sustancia.
Entonces pienso qué pálida y ridícula parece -y muchas veces es- nuestra existencia, estragada por el frenético tic taquear de los relojes, atrapada en los humeantes atascos de tránsito, neurotizada por la ambición de poseer un auto o una casa más imponentes que los del vecino. De cómo vivimos angustiados por el ansia de atrapar la felicidad, que siempre nos es esquiva. Y concluyo que esto, la felicidad, es un invento de la época que nos ha tocado vivir, es un invento de nuestra cultura. Los humanoides de antaño, mucho más instintivos y animales, seguramente no se planteaban semejante entelequia: para estar satisfechos les bastaría con sobrevivir hasta llegar la noche, con hallar un cobijo, con conseguir comida, con encontrarse sanos.
Ahora, en cambio, buscando "nuestra" felicidad, hemos perdido la solidaridad primaria y animal, la calidez tribal, la necesidad de olernos y tocarnos. Durante siglos y siglos los humanos han necesitado vivir en constante contacto unos con otros, para llegar a nuestros días en los que la radio, la televisión, los celulares, chats, tiktoks y un montón de etcéteras han ido aislando a las personas.
La vivencia de la soledad y de la individualidad que hoy nos parecen unos logros alcanzados por la sociedad moderna, en realidad no ha sido una panacea. Con frecuencia se habla de la soledad en las grandes ciudades, y de cómo se está atomizando la sociedad: vecinos que no se conocen, viejos que se mueren de olvido, acurrucados en sus casas, sin que nadie note su ausencia...
Cada vez vivimos más en soledad, en la unidad aislada, en el culto al individuo, pero quizá esto no sea nada más que el inicio y en el futuro vivamos en burbujas, y dentro de un par de siglos los humanos que miren hacia atrás se preguntarán: " ¿Y esos bárbaros del siglo XXI, como podían vivir así: promiscuos y mezclados?"
Al final, odiamos el colectivismo y tememos la sole-dad. Las personas somos lo que somos: un penoso conflicto entre el doctor Jekyll y Mr. Hyde.
Volviendo al tema de la felicidad, cuando nos vamos pasando, generación tras generación, el mito del paraíso perdido, quizá no estemos hablando en realidad del hombre y de la mujer originales, sino de los animales que un día fuimos. De aquel maravilloso mundo instintivo lleno de ignorancia y de inocencia, en donde parecíamos (o éramos) dichosos porque no conocíamos lo que era la dicha.