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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Sobra todo, falta lo esencial

13 de octubre de 2016

Hace una semanas Cristina Fernández, la exmandataria de Argentina, declaraba a la prensa que el mundo actual tiene excedentes por todas partes, que todas las economías, desde las más altas basadas en la producción de tecnología, hasta las que producen bienes primarios, tienen sobrantes de producción porque ha bajado el consumo en todo el mundo, lo cual es consecuencia de una crisis producida por una desigualdad en la distribución de los ingresos, fenómeno que “se extiende como una mancha en el planeta”.

Como consecuencia de la sobreproducción mundial, hay muchos bienes que los empresarios y productores requieren vender en el mercado global, pero la mayoría de la gente no tiene dinero para mantener una espiral continua y creciente de consumo y consumismo. Al bajar el consumo de bienes industriales, tampoco hay demanda de trabajo y crece a su vez el desempleo. Al parecer, este problema no es nada nuevo, puesto que se viene produciendo, cada vez y cuando, desde hace al menos doscientos años. En el siglo XIX, Marx ya decía que había una epidemia de superproducción que generaba continuas crisis comerciales, debido a que “la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no favorecen ya al régimen burgués de la propiedad; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen un obstáculo para su desarrollo”.

Debido a la presión de los productores y la manipulación cultural realizada mediante el marketing, los suspiros del sistema logran que el carrusel del circulante en manos de una clase media con cierto poder adquisitivo, se enfilen hacia los gastos más extravagantes y suntuarios. De acuerdo a datos, en Estados Unidos se gastan alrededor de ocho mil millones de dólares en cosméticos; en Europa se compran más de doce mil millones de dólares en perfumes, y en cigarrillos se pagan en ese continente unos cincuenta mil millones de dólares, mientras que por consumo de alcohol circulan más de cien mil millones de dólares (Saltos y Vásquez, 2010). Por su parte, en Ecuador los nacionales gastan unos 1,2 millones de dólares semanales en consumir cigarrillo (INEC, 2013), y más de 178 millones de dólares mensuales en telefonía celular (El Telégrafo, junio 2014). Aun así, hay muchos más autos, perfumes, celulares, helados, alcohol, cigarrillos y ropa, de la que los habitantes del planeta, con mediano poder adquisitivo, pueden comprar.

Sin embargo, aunque estamos en un mundo en el que sobran las cosas y los alimentos procesados, en los países mal llamados subdesarrollados, falta lo esencial; faltan servicios de agua potable, servicios de salud, servicios de educación, servicios de conectividad y vivienda. Con todo el dinero que se gasta en el mundo en consumismo suntuario, se podrían resolver estas necesidades básicas. Pero además, ni siquiera haría falta que la gente deje de comprar perfumes y deje de consumir helados, porque en realidad existe mucho más dinero del imaginado en manos de unos pocos, quienes impiden la rotación de sus capitales, apresándolos en las bóvedas virtuales y cibernéticas de sus santuarios, los bancos, dando vuelta sobre sí mismo, sobre ruletas especulativas, para lograr su continuo incremento, distanciado del mundo concreto, distanciado de la sociedad y del trabajo, lo cual, según los expertos, ahonda la crisis.

“Ser es tener, dice el sistema. Y la trampa consiste en que quien más tiene, más quiere, y en resumidas cuentas las personas terminan perteneciendo a las cosas y trabajando a sus órdenes” (Eduardo Galeano). (O)

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