La convocatoria a referéndum-consulta para el 7 de mayo ha destapado, una vez más, los conflictos históricos que pesan en la construcción de la nación ecuatoriana, la cual siempre ha sido en términos de disputa, que por sí misma no es negativa, sino que sus resultados han contribuido poco a clarificar qué es esa nación ecuatoriana. Esta convocatoria ha desatado un sinnúmero de discursos, todos arrogándose ser portavoces de la representación del pueblo ecuatoriano. Todos, sin excepción, convocan al pueblo como fuente de su legitimidad y de legalidad.
Convocar al pueblo a manifestarse siempre tiene fundamento por sí mismo y supera cualquier argumento desde las funciones constituidas, entre esas la propia Constitución vigente. Porque el principio, la fuente de donde emana el poder es el poder constituyente. Entonces surge una pregunta: ¿La fuente es el pueblo o la nación? Para esta consulta todos buscan que el soberano se pronuncie a su favor. Siempre hay una disputa entre lo político -como la visión que conduce a la nación- y la política como la misión del pueblo de hacer real esa visión. Hay una clara confrontación de los tiempos históricos. Cuando invocan al pueblo invocan a los ciudadanos a que intervengan en una coyuntura donde los intereses políticos están en pelea; entonces el pueblo sabrá dirimir y definir lo que habrá que hacer. Sin embargo, la nación, no necesariamente habla, se manifiesta, cuando el pueblo se pronuncia.
El pueblo puede, legítimamente, motivarse a refrendar un poder representado en las instituciones, pero está implícito el riesgo permanente del olvido histórico. Siempre se ha repetido que tenemos una mala memoria histórica y la consecuencia es que la nación, como el todo histórico concreto, salga repetidamente en desventaja. La nación, bien lo decía un intelectual, está en ciernes. Hemos llegado a defender el principio de la soberanía nacional, pero dejando de lado a la nación. Nos vemos encantados cuando se nos convoca como pueblo y nos desencantamos cuando se traiciona nuestra voluntad.
La nación, tradicionalmente, se ha manifestado como el desencanto de lo decidido por el pueblo. La larga lucha es por hacer concordante la nación y el pueblo. Que la voluntad soberana del pueblo no termine traicionando el poder inalienable de la nación. La nación no es voluntad inmediatista, sino cada espacio de organización política, social o comunal, que casi siempre está en discordia con el Estado, aunque no con el gobierno de turno.