La semana pasada, el ex director de la CIA y secretario de Defensa saliente, el usualmente discreto Leon Panetta, dio rienda suelta a unas declaraciones polémicas. Anunció, de forma abrupta, que el Pentágono tenía un plan para armar a la oposición siria en su lucha en contra del régimen de Al-Assad, pero que la Casa Blanca había decidido vetarlo.
Estas declaraciones se suman a semanas de especulaciones sobre el nivel de compromiso de Obama con la insurrección siria. No cabe la menor duda de que Washington vería con buenos ojos la caída del gobierno de Al-Assad, último resquicio de aquel nebuloso neobaathismo con vínculos históricos -cada vez menos visibles- con el nacionalismo panárabe de la descolonización, estatista y socialista en sus inicios, y siempre antisionista.
Razones le sobran a Obama para anhelar el ocaso de la dinastía Al-Assad: su proximidad con la guerrilla del Hezbollah, aún muy activa en el sur del Líbano, y su cercanía con el cabecilla del “eje del mal”, Irán; entre otras cosas.
El precio de la caída de Al-Assad, sin embargo, pareciera ser muy alto. La oposición armada está fragmentada en una miríada de grupos rivales, varios con raíces políticas muy ancladas en el islamismo radical, lo que ha aprovechado Al Zawahiri -el nuevo líder de la mítica franquicia Al Qaeda- para hacer un llamado a que todos los musulmanes se unan para derrocar al Gobierno sirio.
En Washington todavía están frescos en la memoria los envíos masivos de armas a los muyahidines de Afganistán, en su enfrentamiento con el Ejército soviético. Años después, esas mismas armas serían empuñadas en contra de los propios EE.UU. y sus aliados.
Para Obama, está claro que el remedio podría resultar peor que la enfermedad. La “primavera árabe” no fue, después de todo, un encanto sin bemoles para EE.UU. En Egipto, se saldó en la elección de Morsi, un islamista moderado pero que no muestra señales de ser el títere que era Mubarak.
Y en Libia, la caída de Gadafi ha significado, hasta la fecha, una situación bastante caótica, tanto a nivel doméstico como regional, con repercusiones directas sobre la violencia islamista que sacude a los países saharianos en la actualidad.
En términos militares, un bombardeo de la OTAN tampoco luce tentador. Siria tiene ineludiblemente que ver con Irán; un problema aparte para EE.UU. Y abrir otro flanco más, sin el apoyo de Rusia y China, que siguen oponiéndose a una resolución del Consejo de Seguridad para condenar a Siria, puede forzar demasiado las capacidades bélicas y políticas de Washington.
El gobierno de Al-Assad sigue, sin duda, sitiado. Turquía tiene a su frontera –y a sus cohetes– en máxima alerta; y los saudíes y qataríes siguen brindando apoyo logístico a la insurrección. Pero las declaraciones de Panetta aluden a un creciente empantanamiento diplomático. ¿Podría sobrevivir Al-Assad a aquella guerra que, hasta hace pocos meses, prometía derrocarlo?