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El Telégrafo
Karen Garzón-Sherdek

Sin mujeres no hay democracia

26 de julio de 2020

La democracia tiene una deuda histórica con las mujeres, no solo porque antiguamente se les impedía votar y no contaban con derechos políticos; sino porque hoy en día la discriminación limita su acceso al sistema de representación y, por tanto, a la toma de decisiones. En este sentido, fortalecer la democracia y la gobernabilidad para la construcción de sociedades más justas e igualitarias es imperativo, para ello urge promover la participación política de las mujeres.

A pesar de que las legislaciones de nuestra región han registrado avances en cuanto a la participación equitativa de mujeres y hombres en procesos de elección popular, el camino para las mujeres continúa siendo sinuoso. Las normas jurídicas hacen referencia a una igualdad que, a pesar de ser un derecho humano fundamental, tiene como trasfondo un machismo estructural cuyo efecto es la exclusión.

Las cifras no mienten. Según ONU Mujeres, en enero de 2019, apenas el 24.3% de los escaños parlamentarios y el 20.7% de los cargos ministeriales eran ocupados por mujeres a nivel mundial; y escasamente se contabilizaban 11 mujeres jefas de Estado y 12 jefas de Gobierno. Aunque su participación y representación en la política ha aumentado, el progreso es lento. Ecuador no es ajeno a esta realidad y se evidencia que históricamente ha existido una subrepresentación en los cargos públicos. Para Roberto Saba (2004) existe una desigualdad estructural que da cuenta con datos históricos y sociales, del “sometimiento y exclusión sistemática” que amplios sectores de la sociedad enfrentan, entre ellos las mujeres.

En las Elecciones Seccionales de 2014 de Ecuador, de un total de 5.628 cargos de elección popular tan solo el 25,7% fueron ocupados por mujeres. Para 2019, se evidenció algo similar registrando apenas el 8% de las alcaldías y el 17% de las prefecturas, lo que refleja que los cargos de elección popular continúan siendo históricamente captados por hombres.

Aunque en el legislativo existe una mayor representación, aún no se logra paridad. En las elecciones de 2007, el parlamento estuvo constituido por un 25% de mujeres, incrementándose en el 2009 al 32%. Para 2013, las asambleístas lograron 53 de 137 curules, es decir el 38.69%; mientras que, para las mismas elecciones de 2017, fueron electas 52 constituyendo el 39.95% de los cargos en el legislativo. 

La realidad es que, en el imaginario del electorado como reflejo de nuestra débil cultura política, se considera que un hombre es una mejor opción electoral por el simple hecho de serlo; a pesar de que ambos géneros tienen las mismas capacidades. Las condiciones de desventaja provocan que la participación de las mujeres en los cargos de elección popular se convierta en un verdadero reto; puesto que, en caso de ser electas deben refrendar reiteradamente sus liderazgos, mientras que para los hombres esto ni siquiera es parte de la discusión.

Lo mismo que ocurre en la política sucede en las instituciones públicas y privadas, debido a una asignación prejuiciada de roles en los que la sociedad ubica a la mujer en condiciones de desventaja y discrimen. Es aquí donde el Estado y la sociedad civil tienen un rol fundamental en la construcción de una ciudadanía igualitaria. La educación con perspectiva de género cumple un rol trascendental en la construcción de imaginarios sociales donde mujeres y hombres cuenten con las mismas oportunidades y derechos. El principio de igualdad involucra comprender y favorecer de manera equitativa las diferencias en necesidades, aspiraciones y acceso de mujeres y hombres respecto a los mismos e iguales derechos consagrados normativamente.

Si esto lo traducimos al ámbito electoral y logramos romper los estereotipos y roles de género, contaremos seguramente con igual proporción de representación de mujeres y hombres en gabinetes ministeriales, poder legislativo, gerencias institucionales y cargos directivos. Sin embargo, la construcción de una sociedad más justa no depende exclusivamente de los arreglos institucionales o de los marcos normativos; sino de una ciudadanía empoderada de sus derechos, libertades y garantías.

Tal como consigna la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), los países tienen el deber de garantizar la eliminación de la discriminación hacia la mujer y su igualdad “de jure y de facto”. Con las recientes reformas al Código de la Democracia promulgadas en febrero de 2020, existen altas expectativas de que la participación de las mujeres se potencie, pues se estableció en el Art. 43 que las organizaciones políticas inscribirán las listas para elecciones pluripersonales y unipersonales bajo criterios de paridad e inclusión generacional. Sin duda, es un paso importante en la batalla por reformular la concepción del poder político, transformándolo en un espacio que debe ser compartido igualitariamente entre mujeres y hombres.

Actualmente, nos encontramos a las puertas de un nuevo proceso electoral, esta vez para elecciones generales. No obstante, las desigualdades estructurales continúan evidenciándose y se traducen en obstrucciones intrapartidarias, donde no se fomenta su participación plena. Como menciona Flavia Freidenberg (2014) “la política es el reflejo de esa sociedad que juega la vida con la cancha inclinada: excluyente, inequitativa y desigual”.

Esto nos obliga a evidenciar que sin participación y representación plena de las mujeres no hay espacio posible para una democracia efectiva, plural e igualitaria.

Karen Garzón-Sherdek
Directora de Relaciones Internacionales de la UISEK y Red de Politólogas

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