Si pensamos que estamos viviendo los tiempos más agitados de nuestra historia, valga decir que no podemos siquiera imaginar el nivel de desarticulación, tensión y vacío que se experimentó en el eje Quito-Guayaquil en los años anteriores y posteriores a 1809, a pesar de lo cual hubo una capacidad inexplicable para fundar, décadas después, un proyecto de país, cuyas fuerzas contradictorias pudieron en el largo tiempo superar hasta las amenazas de disolución. Comparativamente, sería vergonzoso para nuestra generación que seamos menos para enfrentar las tensiones, en condiciones superiores, nada comparables.
En la época colonial, la Audiencia de Quito era apenas una unidad de justicia con algunas competencias administrativas, a pesar de lo cual constituía un espacio histórico relativamente articulado por el eje económico Quito-Guayaquil, en cuya periferia se localizaban pequeños poderes territoriales. Esa estructura fue movida de tal forma, que entre 1806 y 1810 la subordinación de Guayaquil a Lima fue casi total, como resultado de los afanes del sur por controlar el comercio del cacao.
Al mismo tiempo avanzaba el proyecto centralizador de la monarquía absolutista, que pretendía salvar su crisis y enfrentar a otros imperios, como consecuencia de lo cual se desestabilizó el antiguo pacto con los cabildos, entidades donde se acunaron poderes criollos regionales y locales, de una complejidad tal, que incluso manejaban competencias de justicia y territorio. En medio de la crisis múltiple, varios criollos de Guayaquil y Quito tuvieron reuniones secretas en 1807, para establecer alianzas contra el proyecto absolutista chapetón, indicio -quizá- de una identidad territorial criolla y de un proyecto político autónomo que incluía a los dos importantes centros.
El episodio más grave y de mayor impacto se produjo en 1808, cuando el Rey de España fue destronado por las fuerzas invasoras de Francia. Desde el presente es difícil concebir lo que eso significó, tanto para los peninsulares como para las colonias, en cuya matriz mental siempre estuvo presente un orden político presidido por un monarca, quien personificaba la institucionalidad encargada de todas las funciones. En las colonias, nadie hasta entonces había pensado, al parecer, en crear una república, cuya noción experimental radical había sido vencida en Francia, dando lugar a una especie de cesarismo, en la figura de Napoleón.
Sin un rey, frente a los afanes centralizadores de las élites peninsulares y con instituciones caducas, la primera apuesta fue por la autonomía, la resistencia frente a la invasión francesa, la igualdad política entre las élites de ambos continentes y, por supuesto, una monarquía constitucional en 1812. Después de 1814 fue inviable ese proyecto político y se desataron las guerras de las independencias, en las colonias. Hoy, las tensiones políticas se decantan en un país que pudo no existir porque originalmente tuvo todas las situaciones adversas, pero que al final hemos construido. Un país que tiene un territorio definido, un orden político democrático constitucional, unas instituciones y, sobre todo, un pueblo que se reconoce ecuatoriano, todas condiciones envidiables en relación a otras sociedades del mundo donde solo impera la ley de la fuerza.
Vale decir entonces, parados en la coyuntura y en tono de desafío: Apostemos a que sí podemos al menos llegarle al nivel de los zapatos de los que lucharon y murieron para legarnos una patria. Por nuestros niños y niñas, tenemos el deber de hacer PAIS. Lo otro sería pasar por la historia de agache, cargados de vergüenza. (O)