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El Telégrafo
Alicia Galárraga

Tanto por sanar

14 de junio de 2020

¿Cuántas veces, dolorosamente, la sociedad ha sido testigo de episodios en los que existen mujeres cerrando filas en torno a depredadores de la psique, la sexualidad y la emocionalidad de sus congéneres? Aunque parezca increíble, en muchas ocasiones, estas mujeres son las parejas sentimentales de los verdugos.

¿Es probable, entre otras razones, que estas actitudes se apoyen en paradigmas fuertemente arraigados en nuestra sociedad y anclados en nuestro imaginario colectivo hace siglos?; ¿existe la posibilidad de que formen parte del ADN del ecuatoriano?  La historiadora Jenny Londoño López en su obra titulada “Entre la sumisión y la resistencia: las mujeres en la Real Audiencia de Quito” relata que, a las féminas que vivieron en esa época en estos territorios conquistados y colonizados, se les enseñó a asumir con toda naturalidad y sin chistar las humillaciones, traiciones y maltratos de sus esposos.

A pesar del tiempo transcurrido, todavía son muchas las mujeres que actúan respondiendo a programaciones de ese chip y les es muy difícil reconocerse como las primeras víctimas de estos misóginos llegando, incluso, a justificarlos con el argumento de que sus víctimas mienten. 

¿Qué ganaría una mujer al mentir o inventar que ha sido víctima de una agresión sexual? Todo lo contrario; más bien tiene demasiado que perder porque, en esta sociedad que en muchos sentidos parece detenida en el tiempo, la víctima de violencia de género que se atreve a denunciar a su victimario es estigmatizada y culpabilizada desde su propia condición de víctima. 

Parece un cuento de terror en el que las parejas de los agresores llegan al absurdo de amenazar a las víctimas y a quienes destapamos sus abusos. ¿Cuántas veces estas mujeres han preferido hacerse de la vista gorda antes que reconocer que tienen a su lado a monstruos que se revuelcan en la ignominia?

Mirar cómoda y deliberadamente para otro lado, es ser parte de una cadena de complicidad que invisibiliza y minimiza la existencia de una víctima y las secuelas que esta experiencia le dejaron; secuelas que, incluso, pueden necesitar acompañamiento psiquiátrico.

Como mujeres, como sociedad tenemos tanto por asumir, por trabajar, por reconciliar, por sanar... (O)

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