La sal, hoy tan cotidiana y barata, fue un producto tan importante que de su nombre deriva la palabra “salario”. Esos pedacitos de roca comestible tuvieron un valor no solo cultural y económico, sino político. En el Ecuador del pasado, los gobiernos podían temblar si se atrevían a subir el precio de la sal. Véase entonces lo singular de la historia: hoy el combustible tiene valor de uso y valor político, tanto como en su tiempo lo tuvo la sal.
Nuestros aborígenes apreciaron la sal como condimento, nutriente, conservante y especie de moneda para el intercambio. Poderoso era el cacique de la isla Puná, quien controlaba la flotilla de balsas que se movían en el Pacífico y organizaba la explotación de las salinas. Poco después de la invasión, los españoles se vieron obligados a pactar con el cacique, a cambio de lo cual le concedieron la explotación de las salinas.
Al final de la Colonia, la disputa por las salinas se había movido a Santa Elena. En la República, la producción y comercio de la sal continuó siendo un monopolio estatal, concesionado a privados amigos del gobierno, puesto que era negocio redondo. Caso especial es el de las salinas manabitas, cuya privatización desencadenó cruentos enfrentamientos, puesto que el mineral era crucial para conservar la carne, que requerían los grupos insurgentes para mantener sus andanzas en la montaña.
Interesante: los seres humanos le otorgamos valores a ciertos bienes, según su utilidad, su escasez y su función para el cambio, todo lo cual al final le da un peso no solo económico sino también político. Nada raro, puesto que no pocas tensiones se desataron en diversos lugares del mundo por condimentos como la pimienta.
Los trocitos de mineral blanco ya no pesan en la política mundial, puesto que la tecnología resolvió el problema de la conservación y la extracción más eficiente de la sal. Por su parte, los combustibles, tan necesarios ahora para nuestras actividades productivas, llegarán a ser solo un recuerdo, puesto que es un recurso finito que pronto se terminará, obligándonos a usar otra fuente de energía.
Sal prieta o ceviche sin sal, ni para pensarlo; imposible imaginar la dimensión del sinsabor. Vida sin combustible, seguro que sí, cuando se generalice el uso de energías alternativas no contaminantes accesibles para todos, claro está, sin precio, porque el sol no lo tiene. Hasta tanto, sal y combustible. (O)