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El Telégrafo
Alicia Galárraga

Rocío

07 de junio de 2020

La pobreza toma rostro de crueldad. Detrás de las frías cifras del INEC, que hablan de 26% de analfabetismo entre las mujeres indígenas, se esconden historias de seres humanos de carne y hueso.

Rocío vivía en Alausí, un pueblito de la serranía central, donde las tierras son áridas, el agua escasea y las oportunidades también.  Rocío abandonó la escuela cuando tenía 11 años. “Tienes que quedarte en la casa, cuidando a tus hermanos, alimentando a los animales y acarreando agua”, le ordenó su padrastro. Él y su mamá trabajaban afuera todo el día, tratando de vender lo poco que esas áridas tierras producían.  Cuando su mamá escuchó que el padrastro la obligó a abandonar sus estudios, nada dijo. Para Rocío, ese silencio sonó a traición, pero qué podía hacer, no había nadie para defenderla. Su abuela, que siempre había sido como un ángel para ella, ya se había muerto, cansada y agobiada del excesivo trabajo.

El padrastro siempre encontraba formas de mortificarla; un día, ya cerca de oscurecer, mandó a la niña a traer agua a la acequia que estaba como a media hora caminando.  Su madre volvió a callar, esos silencios eran como espadas que le atravesaban el alma y Rocío no tuvo más remedio que ir. Cuando llegó a la solitaria y oscura acequia, se llevó una gran sorpresa porque ahí estaba su padrastro, esperándola. En la penumbra se abalanzó sobre la niña. Ella sintió el pesado cuerpo del padrastro encima, no podía respirar ni moverse. No recuerda más, el dolor que sentía entre las piernas era tan fuerte que se desmayó.

Cuando despertó, casi aclaraba; estaba desnuda, trémula de frío y miedo; sus piernas estaban pegajosas, empapadas en sangre. No entendía qué pasaba, solo recordaba que su padrastro la había tumbado en la hierba por la fuerza; lloró amargamente; pensó otra vez en su abuela, ella nunca hubiera permitido que el padrastro le haga daño.

Ese momento entendió que no debía volver a aquella casa donde vivía su mamá con el padrastro; se lavó la sangre en la acequia, cogió su ropa, se vistió, tomó el chaquiñán y llegó hasta el centro de Alausí. Ahí tomó un bus hasta Riobamba, se despidió de su pueblo, de sus calles polvorientas y olvidadas, de la estación de tren. Hasta siempre, adiós... (O)

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