Nada fácil es hablar de la interrupción voluntaria del embarazo en el Ecuador, en una sociedad que cierra los ojos ante la realidad de la violencia, que nos niega derechos, que no atiende nuestra salud sexual y reproductiva; una sociedad que limita el acceso a anticonceptivos y que impone los dogmas como normas para la vida de los demás.
El veto total del Ejecutivo al Código Orgánico de Salud es un mensaje directo: negarnos el acceso a la atención médica en emergencias obstétricas. Decirnos una vez más que no podemos decidir sobre nuestros cuerpos, que finalmente es decidir sobre nuestras vidas.
Una vez más negarnos el derecho a la confidencialidad de nuestra historia clínica, exponiéndonos a ser denunciadas incluso por llegar con un aborto espontáneo en curso; dejándonos a merced del criterio del operador de salud, o peor aún del operador de justicia, condenándonos así a la clandestinidad o a la maternidad forzada.
Todo esto sabiendo que en el Ecuador 17.448 niñas menores de catorce años parieron entre 2009 y 2016, en su mayoría víctimas de violación. Con un sistema de justicia deficiente a la hora de perseguir estos delitos, sin un sistema de atención que reciba con humanidad a las víctimas y sin políticas de prevención, ni en las localidad ni en el ámbito nacional.
Ser mujer en este país, es una desventaja, estamos expuesta al acoso, al abuso, a ser golpeadas, violadas y asesinadas; mientras el Estado ausente, prioriza los intereses de los grupos de poder, cede a las presiones religiosas de los legisladores anti-derechos y operadores como Roberto Gómez, Héctor Yépez y Esteban Torres, este último que hace gala de su machismo y desprecio en redes sociales.
El retroceso de derechos que significa el veto total, no es más que el comienzo de un ciclo conservador que esperamos no se consolide en la siguiente elección; pues de la composición de la nueva Asamblea Nacional dependerá nuevamente nuestro derecho a la salud. (O)