La revolución puede considerarse como el evento social más potente para lograr cambios y mejoras institucionales, profundizar la democracia y garantizar derechos; persigue transformar positivamente aspectos sociales, económicos, culturales y hasta morales.
Recordemos, por ejemplo, las revoluciones que son hitos en la historia universal: Francia (1789), Turquía con Ataturk (1908), Rusia con Lenin (1917), México con personajes como Díaz, Zapata y Villa (1917), Cuba con Castro (1959). Quito y luego el Ecuador también han escrito historia con espíritu libérrimo y rebelde, desde la Revolución de las Alcabalas (1592-1593), pasando por el 10 de agosto de 1809 en la lucha por la independencia, la revolución liberal (1895-1912), la Revolución Juliana (1925-1931), hasta el levantamiento indígena de 1990, entre otros, contra gobiernos autoritarios a fines del siglo XX.
Para deducir que en un país ha ocurrido una revolución es necesario examinar una serie de elementos inherentes a la misma, como sus motivaciones, actores colectivos y personajes individuales, época, contextos nacional e internacional, propósitos, resultados.
Sabemos que el correato impulsó la llamada “revolución ciudadana”, por lo que cabe preguntar si tal proceso tuvo real concreción. Sin temor a equívoco aseveramos que acá no se experimentó ninguna revolución, los ciudadanos no gestaron ni se apropiaron de los procesos, tampoco se les permitió construir instituciones transparentes, fuertes ni independientes de tal forma que garanticen derechos.
A diferencia de lo ofrecido al pueblo a través de un discurso político falaz, amplificado por un Estado de propaganda, hubo concentración y abuso de poder, corrupción rampante, menoscabo de derechos, y persecución a críticos del régimen. Entonces, en lugar de haberse dado la tan mentada “revolución ciudadana”, ha ocurrido una suerte de “involución ciudadana”, lo que ha impedido concretar verdaderos cambios exigidos por la sociedad. (O)