Luego de las cumbres de México en 2010 y Venezuela en 2011, la tercera cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), con sede en Santiago de Chile la semana pasada, cumplió su prometido: mandó una señal potente al mundo de que la propuesta de la Celac va en serio, y que los países miembros mantienen su compromiso con la construcción de un espacio de integración propio.
Treinta y tres países acudieron a la cita en Chile: los 34 miembros de la OEA, menos EE.UU. y Canadá, más Cuba. Sin duda, la irresuelta exclusión de Cuba de la OEA ha jugado un papel significativo en el momento fundacional de la Celac.
No podemos olvidar aquella conflictiva cumbre de la OEA en Honduras en 2009, en la que diversas delegaciones latinoamericanas exigieron el retorno de Cuba a la OEA. Washington se opuso con toda su fuerza, y luego del abrumador triunfo de la votación a favor de la moción, Cuba agradeció pero confirmó que no volvería a ser parte de un eje de integración estancado en la Guerra Fría. La Celac ciertamente tiene a su favor la creciente irrelevancia de una OEA que lleva décadas sin jugar un papel decisivo en la resolución de conflictos domésticos e internacionales.
La OEA demostró su franca impotencia en los 90 frente a los excesos del fujimorato y a la inestabilidad política en Bolivia y Ecuador. Tampoco jugó un papel mediador en los desencuentros interestatales, ciertamente no en el conflicto limítrofe entre Ecuador y Perú.
En el siglo XXI, la irrelevancia de la OEA es aún más patente. Fue la Unasur la que contribuyó en evitar el golpe de Estado en Bolivia en 2008, y la que medió para reconstruir la desgastada relación entre Venezuela y Colombia en 2010. Y fue, no lo olvidemos, en la Cumbre de Río de República Dominicana en 2008 (el espacio sobre el cual la Celac se construyó) que se ventiló la crisis entre Ecuador y Colombia luego del bombardeo a Angostura.
Sin duda, la OEA aún tiene un bagaje institucional importante: viejas estructuras con sede en EE.UU. que buscan erigirse como elementos constitutivos de los mecanismos de gobernanza “panamericana”, y que en la coyuntura actual buscan desprestigiar las propuestas progresistas en la región, en particular en el ámbito judicial y mediático.
Resulta, por lo tanto, vital que después de esta primera demostración de voluntad política, mediante una diplomacia presidencialista siempre necesaria para que el multilateralismo pueda despegar con vientos favorables, lleguemos al momento de la creación de instituciones que trasciendan el momento político actual y configuren una nueva hegemonía regional.
Los países sudamericanos deberán decidir qué ámbito pertenece a Celac (y qué a la Unasur) y empezar a construir las nuevas reglas de juego para su región. El traspaso de la presidencia pro témpore de Celac de Chile a Cuba, a más de altamente simbólico, le permite ejercer protagonismo al gran excluido del sistema interamericano. En 2015 la presidencia será de Ecuador, cuya exitosa presidencia de Unasur le ha significado cierto respeto.
La izquierda latinoamericana tiene, por lo tanto, un gran reto: diseñar un marco institucional para la Celac, que sea progresista, consensuado y duradero.