Hay un entorno que, a veces, se lo subestima pero que es transcendental prosociedades civilizadas: el humano; su actitud.
Y es que es la propia actitud humana la responsable de la sociedad que tenemos y en la cual estamos viviendo. Profundizando, hay quienes promueven principios y valores desde sus espacios generando así virtudes en la colectividad. Una muestra: el interés sincero por el otro, el caído, dando paso al costado para beneficio ajeno. ¡Loable! Sin embargo, también hay quienes emanan “aires tóxicos”, pero que, irónicamente, “ayer” denunciaron y reprocharon esas actitudes declarándolas enemigas de la unión social y perjudiciales para los demás. Evidentemente este último segmento es lo que socialmente no se desea, aunque la realidad dibuja un escenario desfavorable, donde las actitudes tóxicas ganan terreno, en ascenso. Cómo notarlo. Por citar, dos: a) el principio honorífico de la palabra ha sido reemplazado o por el papel y tinta o –más sofisticado– por el audio y video en dispositivos electrónicos. Aunque aun así el incumplimiento, en ocasiones, brilla; b) el egoísmo y la codicia, donde impera la relación de amistad y el bajo desempeño profesional para acceder a las oportunidades que en compensación deberían accederse por el principio objetivo del mérito.
El trasfondo de las personas con actitudes tóxicas está en su incoherencia (intencionalmente invisible para quienes están cerca de ellas por mero interés) y en su interior (heridas afectivas). Es razonable que no exista en ellas ni identificación ni conexión con los demás (especialmente si necesitan aliento y acompañamiento), precisamente por su desconocimiento de la métrica de la estima, ergo ni se estiman ni peor pueden estimar. Su comportamiento los juzga. Pero, ¿cómo respondemos ante esa mala onda? Sencillo, desechando sus vibras. Si reaccionamos ante su negativa actitud, nos volveríamos como ellas. Mejor cortar con su triste deseo, que es que vivamos vacíos. (O)