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El Telégrafo

Repartir poder

28 de marzo de 2012

Ahora se empieza a pensar el mundo como una construcción hecha de abajo hacia arriba. Físicos y tecnólogos desarrollan su saber así, es decir, desde las partículas subatómicas hasta las estructuras moleculares que originan los nuevos materiales de hoy.

Parece, pues, que una nueva matriz de pensamiento empieza a imponerse en la mente humana. Valga el ejemplo, para explicar lo que ocurre con las últimas visiones de la política. Hemos entendido, por fin, que no tiene sentido construir lo social desde ordenamientos impuestos “desde arriba”, sin aceptar que son las necesidades “locales”, sus usos y costumbres sociales (no sus cacicazgos), las que demandan una inserción armónica en el conjunto del Estado.

En una frase: hay que pensar el territorio desde las regiones y las regiones desde sus territorios. El territorio nacional, desde el territorio local. El de las comunidades, bien asentadas en sus hábitats, se entiende.

Autonomía y descentralización son y deben ser, pues, las banderas de las nuevas izquierdas latinoamericanas. La construcción de distintas polaridades territoriales es una forma adecuada de disputar sentido a las profundas asimetrías, regionales, urbano-rurales y a la perspectiva unidireccional de una globalización del capital que concentra poder.

En la práctica, de esa visión uniformizadora y central siempre fue excluido lo local, las comunidades, la multiculturalidad, a pesar de que su discurso decía reconocerlas.

La idea de construir un Estado regional autonómico ha buscado superar la histórica y aberrante inequidad territorial que ha vivido el país. Para ello, hay procesos clave, como la desconcentración (delegar a las instancias territoriales las funciones y atribuciones que están concentradas en los centros de poder) y la descentralización (transferir a los gobiernos autónomos descentralizados las competencias que ejerce el gobierno central).

La descentralización debe ser vista como un proceso democrático y político, y no tecnocrático (con dibujos y organigramas intrincados). Implica recursos económicos. En el modelo anterior, me refiero al neoliberal, todas las competencias del gobierno central podían “descentralizarse” a excepción de las que, en forma regular, se autodenominaban intransferibles.

Entonces la negociación fue “uno a uno”, dependía de la voluntad de las élites políticas y económicas, que las asumían y ejercían “a la carta”. Peor aún: dependía del que más gritaba. El corolario lógico: prácticas excluyentes y clientelares, que no consideraban la integralidad del país.

La descentralización y las autonomías no han de ser más una bandera de las élites económicas y políticas separatistas de ciertas regiones latinoamericanas (como las aupadas en la “Media Luna” boliviana), sino el deseo incluyente de nuestras sociedades.

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