Hace medio siglo, en el tiempo dorado de nuestra niñez, la vida se desenvolvía a un ritmo diferente. Las maneras de vivir de aquel entonces eran tan distintas a las de hoy que es difícil no sentir una pizca de nostalgia al recordarlas. Aunque la comodidad actual nos envuelve, hay algo mágico en las sencillas y menos derrochadoras costumbres de antaño.
En aquellos días, la gente no dependía de la tecnología como lo hacemos ahora. Los amaneceres no eran interrumpidos por el sonido constante de las notificaciones del celular; en cambio, la calma reinaba en la madrugada, solo rota por el suave gorjeo de los pájaros o de las campanas que llamaban a misa. En ocasiones oíamos el paso de una carreta tempranera o la llegada de una pequeña manada de chivos a los que se ordeñaba para que los niños pudiéramos saborear su leche. La simplicidad de aquellos momentos contrasta con la constante conectividad de hoy en día.
El arte de la conversación se practicaba cara a cara, sin el filtro de una pantalla. Las amistades se cultivaban en visitas a los parientes y a los amigos, encuentros en la calle, la plaza del barrio o la Plaza Grande, o en largas tertulias en tardes lluviosas amenizadas con canelazo y galletas. La emoción de recibir una carta o una postal en el buzón no tiene parangón con el ingreso de fríos correos electrónicos. Las palabras escritas con esmero en el papel, ahora tan raras, eran un reflejo tangible de afecto y cuidado.
La sostenibilidad era una forma de vida. Las bolsas de plástico apenas asomaban en las tiendas, y los productos eran envueltos en papel periódico. La leche se recogía de las camionetas que pasaban y se la hacía hervir hasta que una gran cantidad de espuma se desbordaba. Más tarde se envasaba en botellas de vidrio que se volvían a usar. No existía el concepto de "usar y tirar".
Los objetos se reparaban y se mantenían con cariño, especialmente las ollas, que eran parchadas por el soldador que gritaba a voz en cuello por la calle “¿hay que soldar?”; teníamos máximo dos pares de zapatos, uno de diario y otro de gala. Y se mandaban a poner corridas, suelas o bases a los tacos. Los objetos de adorno eran pocos y se suponía que debían durar toda la vida. La obsolescencia programada no era una estrategia comercial. La menor cantidad de desperdicio era una consecuencia natural de la mentalidad de conservación y austeridad.
El ritmo pausado permitía apreciar los pequeños detalles. La comida era preparada por largas horas, en ollas enormes en los fogones de leña o carbón. Emitían un olor que impregnaba los sentidos. Se hacía diariamente con ingredientes frescos y sabía a gloria. Nunca faltaba la sopa, ni el dulce hecho en paila de bronce. No se transportaba la comida de un lugar a otro sino sólo paral os paseos. No se utilizaban envases de plástico. El sentarse a comer era una ceremonia en la que todos participaban, era una oportunidad para disfrutar de la compañía de la familia, de “dar crónica” de las actividades diarias como pedía nuestro padre y de saborear cada bocado sin la distracción de pantallas luminosas. La calidad primaba sobre la cantidad.
Uno de los aspectos de la vida cotidiana que muchos echamos de menos es la calidez de las telas naturales que normalmente usábamos, como el algodón y la lana. Ambos materiales permiten transpirar y son reguladores de la temperatura, lo que los hacía ideales para las diversas condiciones climáticas que experimentamos en la sierra quiteña. Además, la ropa era especialmente cómoda por su suavidad. Vestidos, blusas y camisas de algodón se sentían tersos al contacto con la piel. Los pañales de los bebés eran ideales para los pequeños. Las sábanas de algodón proporcionaban una sensación fresca y suave para dormir, mientras que los manteles de lino o algodón añadían un toque natural y acogedor a la mesa. La lana, por otro lado, aportaba elegancia y calidez.
Los suéteres y ponchos de lana eran populares para mantenerse abrigados en días fríos, mientras que los abrigos y ternos eran una elección duradera y clásica. La ausencia de telas sintéticas como el rayón, el poliéster o el nailon nos hacía sentir más cómodos. Por otro lado, la durabilidad de las telas naturales era notable. Las prendas de algodón y lana resistían el paso del tiempo. Esto no solo contribuía a la comodidad, sino también a la economía y a una sensación de calidad. Además, eran una expresión tangible de la conexión que teníamos con la naturaleza.
En la actualidad, vivimos en un mundo de comodidades instantáneas y eficiencia tecnológica. Sin embargo, en nuestra carrera hacia el futuro, hemos dejado atrás cosas sencillas y valiosas. Recordar la forma en que se vivía hace cincuenta años no es solo un ejercicio de nostalgia, sino también una invitación a reflexionar sobre lo que hemos ganado y perdido en el camino. La vida era diferente entonces, y quizás, en nuestra incesante búsqueda de lo nuevo, podríamos aprender algo valioso de cómo vivimos antes.