Ningún cambio estructural de la sociedad ecuatoriana será sostenible sin una profunda reforma agraria. Desde hace 20 años se evidenció que las reformas de 1964 y 1973 fracasaron en su misión social, pero sí beneficiaron a los grandes hacendados regionales. La ley neoliberal de desarrollo agrario de 1994 abrió las puertas al mercado de tierras, con lo cual grandes sectores de campesinos e indígenas no pudieron acceder a la compra de tierras por los mecanismos de adquisición en efectivo. Además, se autorizaba la parcelación de las tierras comunales en parcelas individuales privadas, eso afectó dramáticamente la estructura de las tierras comunales, y claro se buscaba de esa manera reducir los procesos de organización política del movimiento indígena, más aún después del levantamiento de 1990.
Esos tres momentos dan cuenta de que en el Ecuador no se ha dado una real reforma agraria, y menos una revolución agraria. Lo que sí es real es la creciente tendencia a la concentración y reconcentración de la tierra en las zonas de producción destinada a la exportación, sobre todo en la Costa donde, incluso, se registran violaciones a los derechos humanos bajo la forma de trabajo esclavo e infantil.
Estos procesos de reconcentración imposibilitan la reducción de la pobreza rural. Por eso es urgente una profunda reforma o revolución agraria. Llámese como se llame, esta debe cambiar radicalmente la estructura de la propiedad, la legislación vigente y poner fin a la lógica mercantilista del mercado de tierras que contradice a la Constitución donde la tierra es un recurso natural estratégico. Recordemos que los países que se toman como ejemplo de desarrollo social, precisamente, arrancaron con una profunda reforma agraria, con el objetivo de que se convierta en una base económico-social para la industrialización.
Si queremos desarrollar procesos de industrialización selectiva, se requiere cambiar las estructuras de propiedad de la tierra y una socialización del recurso estratégico. Paralelamente la socialización permitiría cumplir una efectiva soberanía y seguridad alimentaria que tanto requiere el país y le signifique una posición estratégica en la integración sudamericana. Para todo esto se necesita poner fin a los latifundios existentes y fortalecer las tierras comunitarias.
Avanzar de la concepción de recurso estratégico a la de patrimonio social-comunitario, que sea el sustento para expropiar las tierras que no cumplan con su función social.