El 24 de marzo se cumplieron 39 años del sangriento golpe de Estado de 1976 en Argentina. Golpe producido a una sociedad que solía creer que el autoritarismo era una solución, y que la interrupción violenta del acontecer democrático podía ser restauradora del orden.
Se aprendió duramente que no es así. Lo aprendimos todos en la sociedad argentina, incluso las Fuerzas Armadas: estas salieron de aquella incursión desprestigiadas y enfrentadas a la población civil. Los entonces jóvenes aprendimos a apreciar la democracia y el ajuste a derecho en las demandas de redistribución de los bienes, y de mayor justicia social. Los partidos políticos aprendieron que no tenía sentido ir a golpear la puerta de los cuarteles, y menos aún colaborar en gobiernos golpistas.
En Ecuador la palabra ‘dictadura’ tiene un significado más ambiguo, pues remite a los tiempos de Rodríguez Lara; en realidad, los períodos más represivos se dieron durante gobiernos democristianos. Pero en Argentina siempre los gobiernos militares fueron netamente represivos. Sin embargo, jamás como el de 1976, que decidió acabar con una guerrilla que ya venía siendo golpeada ilegalmente en tiempos de Isabel Perón, y que extendió la represión a todo el campo de la militancia popular y sindical, con el perverso método del secuestro clandestino, la desaparición consiguiente de la persona secuestrada, su posterior tortura por tiempo indefinido, y luego el asesinato y ocultamiento del cuerpo. Para eso se alistaron numerosos centros clandestinos de detención, conocidos solamente luego de la caída de la dictadura a finales de 1983. Toda una enorme configuración ilegal, que acertadamente ha sido calificada como ‘terrorismo de Estado’.
Afortunadamente, gozamos hoy los argentinos de 31 años continuos de ejercicio democrático. No hemos perdido nunca la memoria de los muertos y los perseguidos de aquellos años, y sus banderas hoy se expresan -de una manera adecuada a los tiempos- en políticas del actual gobierno, y en algunas demandas de la oposición de izquierda. Haciendo un logro institucional enorme, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner abrieron los juicios a los responsables de la matanza posterior a 1976 -que en su momento había iniciado y luego interrumpido Alfonsín-, y muchos de ellos están hoy purgando sus condenas en la cárcel. Así murió, preso, el dictador Videla. Preso, no asesinado ni golpeado: no ha habido venganza (a pesar de los sufrimientos extremos padecidos), se ha apelado a la justicia.
Ahora, operadores de la extraña ‘justicia opositora’ argentina -miembros de un sector nada pequeño, pero tampoco unánime del Poder Judicial en ese país- han comenzado a defeccionar en las decisiones, y han liberado por falta de mérito a varios civiles acusados de graves acciones de ejercicio represivo (empresarios, en este caso). Cuando en otros países (Ecuador es uno de ellos) se iniciarán juicios reparatorios por violaciones del pasado a derechos humanos, el ejemplo argentino resulta sin dudas altamente ejemplar, solo que haciendo excepción de lo sucedido con juicios a civiles en estas últimas semanas.