Desde lo general, lo que implica que hay excepciones: en materia de educación superior universitaria, percibo que hay actores que han configurado una realidad triste, que está ahí a vista y paciencia del público, y que hemos sido contadas las voces que nos hemos pronunciado para señalar que lo actuado no ha sido ni es “el deber ser”. Me refiero a cómo se ha llevado el ejercicio de la cátedra universitaria.
He sido catedrático universitario. En su momento ingresé al sistema luego de haber tocado puertas de las autoridades académicas, haciendo uso de mis credenciales, tanto técnicas como morales. En honor a la verdad, y estando consciente de que Dios (al que me debo, en primer lugar) es quien ha estado en todos y cada uno de mis actos, debo decir que jamás fui sancionado, ni administrativa, ni civil ni mucho menos penalmente; nunca usé “mis privilegios” como docente para obtener beneficios de índole personal o comercial; en ningún momento comulgué con la deshonestidad académica, y siempre, pero siempre respeté a mi audiencia, velé e imperé sus derechos humanos.
A reglón seguido, me causa repugnancia cuando me entero, por los medios de comunicación, de casos de quienes han “servido” al país desde la docencia universitaria pero, casi como profesión de fe, ofendiendo a sus audiencias, segregando o excluyendo por alguna razón que consideran diferenciadora dada su reducida mentalidad, o, lo claramente miserable, se han valido de su posición para “el trueque”: intercambio de uno o más puntos en pro de obtener beneficios económicos, comerciales o inclusive sexuales. Hace días en redes sociales, una usuaria manifestaba, palabras más, palabras menos: conocí a tres personas durante mi estancia universitaria, dos eran dedicados en los estudios, y la otra persona no tanto (mayormente faltaba a clases, y algo conocido era su encanto por “alzar el codo”); hoy, las dos personas académicamente disciplinadas y de alto aprovechamiento son conductores vehiculares informales (usan Apps para ejercer el servicio de taxi, y así se ganan la vida), la persona restante es profesor universitario, por pura afinidad política de quien dirige el Centro de Estudios. ¡Deprimente!
De nuevo: hay excepciones, bendito Dios. La pregunta sensata: se ha trabajado para que la excepción sea “el grueso”.
Pero, vamos a lo ideal: el ejercicio de la docencia universitaria implica varios aspectos a considerar; por citar: a) el acceso no puede ser por simpatías entre el(la) interesado(a) y las autoridades académicas, ya que con ello se ocasiona un serio problema ético en quienes están llamados a “hacer las cosas bien y dar ejemplo”, a más de provocar un impacto silencioso y negativo en la calidad universitaria; b) se trata de una relación entre iguales (el título no implica mirar a los demás “por debajo”), donde el respeto a los derechos humanos es de vida o muerte; y, c) la vocación es clave, inclusive más que el “know-how” alcanzado en la Universidad y la trayectoria profesional: en principio, cualquier persona podría obtener un título de cuarto nivel, pero no cualquier persona cuenta con vocación, ni con esa pasión para, más que ser una máquina de emisión de conocimiento, ser una persona que es un vehículo facilitador de traslado, generación y maduración del conocimiento, donde hay un intercambio de ideas constante, el aprendizaje es mutuo, y todos confluyen al objetivo de la academia: resolver problemáticas sociales.