Las sociedades contemporáneas tienen un eje dinámico cambiante y un reordenamiento permanente. Se articulan alrededor de fenómenos globalizadores, sin que ello signifique descuidar su legado histórico-cultural.
Las condiciones híbridas en la composición social determinan ciertos aspectos de desarrollo múltiple, en donde no se alejan las desigualdades e inequidades. En el caso latinoamericano, la riqueza continental se basa en la combinación étnica, la misma que tiende a establecer rupturas ante la oleada homogeneizadora a la que con frecuencia nos somete la corriente capitalista.
Las identidades no son estáticas, ya que, ostentando elementos esenciales de expresión vivencial, se van renovando en un proceso enriquecedor y colectivo. El pretérito es una huella indeleble por el cual se forjan esas identidades, pero, eso, no es un óbice al momento de retroalimentarse con nuevos y crecientes escenarios culturales. El hombre, es, entonces, visto desde los más disímiles órdenes: antropológico, filosófico, artístico, productivo, político, económico, recreativo, en el marco de las relaciones armónicas con el resto de elementos de un grupo humano.
En el caso ecuatoriano, su diversidad confirma lo anotado. Nuestra nación posee lazos indisolubles que forjan una identidad propia; costumbres, tradiciones, signos lingüísticos, gastronomía, manifestaciones religiosas, fiestas populares, idiosincrasia, etc. A ello se suma la fuerte mixtura étnica: mestizos, indígenas, afrodescendientes. Sin olvidar la creciente ola migratoria, como consecuencia de los signos de movilidad presente. Esto determina la condición de país multiétnico y plural. En tal valoración, la construcción de una sociedad intercultural es imperiosa.
No solo como una aspiración declarativa, sino como el resultado de una práctica tolerante y flexible. La interculturalidad supera la perspectiva de respeto a la otredad, ya que sus vasos comunicantes afianzan el sentido cultural, espacial, geográfico y humano. Esta característica grupal genera una convivencia pacífica y solidaria.
Rompe estereotipos sociales que van en detrimento del reconocimiento y activa relación entre seres diferentes.
Desde esa percepción, las comunidades evitan rupturas y, al contrario, promueven el diálogo intercultural.
Otavalo -capital intercultural del Ecuador- otea caminos de unidad, acogiendo en su seno telúrico al orbe, a partir de su condición territorial múltiple y policultural. En este embrujo citadino se asientan comunidades indígenas de marcado abolengo artesanal, artístico y comercial. Pero también, como fruto del rastro hispano, la coexistencia mestiza. Esta realidad resume la aspiración colectiva de promover elementos unitarios en medio de la latente multiplicidad.