La violencia es uno de aquellos fenómenos sociales que no pueden ser explicados desde una perspectiva teórica exclusiva. Es una manifestación que Marcel Mauss llamaría a ser entendida en su totalidad, puesto que es –al mismo tiempo– económica, jurídica, moral, estética, religiosa, mitológica y sociomorfológica. La política pública debe comprender esta multidimensionalidad.
Un aporte práctico que se acerca a esta visión es el de Robert Putnam, que consideraba que la violencia es una manifestación del desgaste del capital social. Él argumentaba que una sociedad políticamente apática genera sentimientos de alienación que a su vez materializa actos violentos.
El desgaste de este capital se exterioriza a través de la baja confianza en el sistema político, baja participación, baja cooperación y acción colectiva, aislamiento económico y relaciones sociales débiles que fomentan sentimientos de incertidumbre personal y grupal. Por lo tanto, detrás de la violencia radican disposiciones de inseguridad producto de la exclusión y la desigualdad.
Por supuesto, ante brotes de violencia social, se requieren acciones urgentes y prácticas vinculadas al fortalecimiento de organismos de control; por ejemplo, un rol policial sensatamente definido y ejecutado. Sin embargo, hace falta entender que la violencia es producto del debilitamiento de los sentidos de comunidad, de la desigualdad económica, política y simbólica.
En este sentido, un espacio de acción política subestimado es el del fomento de las relaciones físicas. Me refiero a espacios que provocan encuentros sociales, deportivos, políticos y de entretenimiento. ¿No será que el intenso bombardeo mediático y digital –sobrecargado de violencia patriarcal, de clasista y racista– nos aísla? Es urgente reconstruir espacios de convivencia física donde el deporte, la música, la política y el ocio recompongan nuestro capital social.
Fomentar ocasiones que tejen conexiones sociales crea comunidad y representa una salida orgánica ante brotes de violencia. (O)