La RAE define al término “universidad” como la “institución de enseñanza superior (…) que confiere los grados académicos correspondientes”, donde enseñanza, desde lo elemental, implica la transmisión de conocimientos; y, superior puede leerse como especializado.
De ahí que, estamos hablando de un espacio universal donde el conocimiento –intangible– es: a) obtenido, vía investigaciones rigurosas y previamente socializadas en la comunidad académica; b) generado, a partir de la reflexión hecha por la diversidad de voces que están presentes en este espacio (catedráticos y estudiantes), con deseables miras a que persiga resolver los nudos críticos sociales; y, c) transmitido y recreado, en el intercambio de ideas entre catedráticos y estudiantes (viceversa, y entre “pares”), donde la experiencia de quienes han destinado e invertido tiempo y dinero para “forjarse” en el campo académico y profesional está al alcance de quienes “mañana” serán también profesionales; experiencia que no está en la literatura y que es sumamente valiosa, quizá tan valiosa como la investigación per se.
A la luz de las anteriores líneas introductorias que nos permitan realizar una primera aproximación del término Universidad, considero previamente detenernos en dos trascendentales posturas académicas (no las únicas; y las demás no menos importantes), y que, de paso, probablemente me harán acreedor a señalamientos debido a que no son precisamente “cantos de sirena”; por un lado, la doctora Rosalía Arteaga alzó su voz manifestando su anhelo de que las Universidades contraten más catedráticos jóvenes con Doctorado; por otro lado, Martínez et al (2002) afirma, entre otros aspectos, que, aunque las universidades buscan abrazar la innovación y producir ideas críticas propositivas, sin embargo solemnizan la tradición y reparan en avanzar.
En el país, ¿Este caso se da? ¿Hay propensión auténtica a contratar jóvenes preparados con Doctorado? Piénselo…(O)