Voy caminando con una visitante estadounidense que viene por primera vez a la ciudad, y me pregunta: ¿existe un lugar plano en Quito? Me da risa contestarle que no, que no existe.
Luego tomamos un bus y de repente me doy cuenta que ya me había olvidado la aventura que significa hacerlo y lo bien sostenida que tienes que estar de las agarraderas. Pagamos 12,5 centavos porque somos de la tercera edad. En el tráfico de estos días de diciembre es imposible avanzar. Le cuento que el Metro empezará a funcionar pronto y ella entiende porqué es tan crucial tenerlo. En una ciudad estrecha de este a oeste en la que las víasprincipales van de sur a norte, con tres millones de habitantes, existen demasiados vehículos en las calles.
La dificultad de tener que transportarse por casi dos horas diarias de ida y vuelta a/de la universidad hizo que Caro, mi estudiante, consiga una Vespa. Ella es todo un personaje cruzando la ciudad en su motoneta. Como tiene casco, botas y ropa unisex, se hace respetar en su bólido. Es una de las muchas personas que ha optado por transportarse en moto o en bicicleta, lo que resulta todo un reto también para los automovilistas que deben estar muy cuidadosos de los movimientos de los vehículos de dos ruedas.
Con mi colega estadounidense llegamos al centro histórico y nos impresionan los colores de las tiendas y el ruido de los vendedores ambulantes. A cada paso oímos: “Lleven caseritas... la espumilla, las quesadillas, las habas tostadas, el ponche, la caca de perro (maíz con panela), el dulce de leche, las colaciones...”. Ya no se ven muchos motes en canasta, aunque sí una que otra venta de papas con cuero y librillo. Mi amiga quiere probar alguna de esas delicias, pero no le dejo no vaya a ser que le ataque una amebiasis.
En esta época el centro entero está convertido en un mercado y debemos tener mucha precaución para sortear los carros, coches ambulantes y gente que desborda las veredas. Pronto le muestro la Plaza Grande y le explico la traza del damero español con la que las sedes de las máximas instituciones civiles y eclesiásticas permanecen en el corazón de Quito.
Mi amiga Dorothy se queda fascinada con las iglesias y conventos. Acceder a las cúpulas de la Catedral le encanta, lo mismo que subir al mirador de la Basílica. Ver la grandiosidad del conjunto de la plaza y el convento de San Francisco le hace tomar infinidad de fotos. El resplandor de la Compañía le deja estupefacta.
Nos vamos al Bocatto en el Itchimbía que sirve mote con chicharrón, empanadas de morocho y ají de carne. La hospitalidad y gentileza de sus dueños Guido y Florenciahace que los manjares se saboreen en un clima de calidez y buena onda. Desde allí contemplamos la ciudad que se despliega bajo nuestros ojos y trepa a las montañas que la circundan: el Panecillo, los Ilinizas, el Corazón, el Atacazo, el Ungui y el Pichincha. ¡Celebro conocerlos e identificarlos por sus nombres! Es un día en el que la ciudad se muestra en todo su esplendor con su cielo azul característico y el brillo de las casas blancas.
En la noche vamos a oír a los virtuosos pianistas Tadeo Gangotena y Esteban Gavilanes en el Museo de Arquitectura del amado barrio de San Marcos. Danzas húngaras y eslavas llenan la sala. Es una maravilla poder compartir con nuestra visitante el esfuerzo enorme de estos artistas que llegan a nuevas audiencias –la mayoría del público es joven– y crean espacios cercanos y cálidos para apreciar la música clásica.
Los carros alegóricos del retornado desfile de la Confraternidad, las chivas llenas de música y baile, los canelazos y el Cotopaxi humeantes confabulan para que la estadía en Quito de mi colega extranjera se convierta en una experiencia singular e irrepetible. ¡Gracias mi preciosa y única ciudad por permitirme mostrarte a los no iniciadosen tu grandeza!